lunes, 3 de noviembre de 2008

LA SITUACIÓN FINANCIERA INTERNACIONAL

(Discurso en Toulon, 25 de septiembre de 2008)

Señoras y Señores Ministros, Señoras y Señores Parlamentarios, si he querido dirigirme esta tarde a los Franceses es porque la situación de nuestro país lo exige. Soy consciente de mi responsabilidad en estas circunstancias excepcionales.

Una crisis de confianza sin precedente desestabiliza la economía mundial. Las grandes instituciones financieras están amenazadas, millones de pequeños ahorristas en el mundo que depositaron sus ahorros en la bolsa ven cómo su patrimonio se descompone día tras día, millones de jubilados que han cotizado en fondos de pensiones temen por su jubilación, millones de hogares modestos viven momentos difíciles por el alza de los precios.

Como en todo el mundo, los Franceses temen por sus ahorros, por su empleo y por su poder adquisitivo.

El miedo es sufrimiento. El miedo impide emprender, el miedo impide implicarse.
Cuando se tiene miedo, no se tienen sueños; cuando se tiene miedo, uno no piensa en el futuro. Hoy, el miedo es la principal amenaza para la economía. Hay que vencer ese miedo. Es la labor más urgente. No se vencerá, no se restablecerá la confianza con mentiras, sino diciendo la verdad.

Los Franceses quieren la verdad y estoy convencido de que están dispuestos a escucharla. Si sienten que se les esconde algo, la duda crecerá. Si están convencidos de que no se les oculta nada, hallarán en ellos mismos la fuerza para superar la crisis. Decir la verdad a los Franceses es decirles que la crisis no ha terminado, que sus consecuencias serán duraderas, que Francia está demasiado implicada en la economía mundial como para pensar siquiera un instante que pueda estar protegida contra los acontecimientos que, ni más ni menos, desequilibran el mundo. Decir la verdad a los Franceses es decirles que la crisis actual tendrá consecuencias en el crecimiento, en el desempleo, en el poder adquisitivo durante los próximos meses. Decir la verdad a los Franceses es decir, en primer lugar, la verdad sobre la crisis financiera. Porque esta crisis, sin igual desde los años 30, marca el final de un mundo construido tras la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. Ese mundo fue impulsado por un gran sueño de libertad y de prosperidad.

La generación que venció al comunismo había soñado con un mundo donde la democracia y el mercado resolverían todos los problemas de la humanidad. Había soñado con una mundialización feliz que acabaría con la pobreza y la guerra.

Este sueño ha empezado a hacerse realidad: las fronteras se han abierto, millones de hombres han escapado a la miseria, pero el sueño se ha quebrado con el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos, los nacionalismos, las reivindicaciones identitarias, el terrorismo, los dumpings, las deslocalizaciones, las derivas de las finanzas globales, los riesgos ecológicos, el agotamiento anunciado de los recursos naturales, las revueltas del hambre.

En el fondo, con el final del capitalismo financiero –que había impuesto su lógica a toda la economía y que había fomentado su perversión– muere una determinada idea de la mundialización.

La idea de la omnipotencia del mercado que no debía ser alterado por ninguna regla, por ninguna intervención pública; esa idea de la omnipotencia del mercado era descabellada.
La idea de que los mercados siempre tienen razón es descabellada.

Durante varios decenios, se han creado las condiciones que sometían la industria a la lógica de la rentabilidad financiera a corto plazo. Se han ocultado los riesgos crecientes que había que correr para obtener rendimientos cada vez más exorbitantes.

Se han desarrollado sistemas de remuneración que incitaban a los operadores a correr cada vez más riesgos inconsiderados. Se ha fingido creer que los riesgos desaparecían uniéndolos. Se ha permitido que los bancos especulen en los mercados en vez de hacer su trabajo que consiste en invertir el ahorro en desarrollo económico y analizar el riesgo del crédito. Se ha financiado al especulador y no al emprendedor.

No se han controlado las agencias de calificación y los fondos especulativos. Se ha obligado a las empresas, a los bancos, a las aseguradoras a inscribir sus activos en las cuentas a precios del mercado que aumentan y se reducen en función de la especulación. Se ha sometido a los bancos a reglas contables que no garantizan la gestión correcta de los riesgos y que, en caso de crisis, agravan la situación en vez de amortiguar el choque.

¡Es una locura y hoy pagamos por ello!

Este sistema donde el responsable de un desastre puede partir con un paracaídas dorado, donde un corredor de bolsa puede hacer perder 5000 millones de euros a su banco sin que nadie se dé cuenta, donde se exige a las empresas rendimientos tres o cuatro veces más elevados que el crecimiento real de la economía, este sistema ha creado profundas desigualdades, ha desmoralizado a las clases medias y ha fomentado la especulación en los mercados inmobiliarios, de materias primas y de productos agrícolas.

Pero este sistema –hay que decirlo porque es la verdad– no es la economía de mercado, no es el capitalismo.

La economía de mercado es el mercado regulado, el mercado al servicio del desarrollo, al servicio de la sociedad, al servicio de todos. No es la ley de la jungla, no son beneficios exorbitantes para unos y sacrificios para todos los demás. La economía de mercado es la competencia que reduce los precios, que elimina las rentas y que beneficia a todos los consumidores.

El capitalismo no es el corto plazo, es el largo plazo, la acumulación de capital, el crecimiento a largo plazo. El capitalismo no es la primacía del especulador. Es la primacía del emprendedor, la recompensa del trabajo, del esfuerzo, de la iniciativa.

El capitalismo no es la disolución de la propiedad, la irresponsabilidad generalizada. El capitalismo es la propiedad privada, la responsabilidad individual, el compromiso personal, es una ética, una moral, instituciones.

De hecho, el capitalismo ha posibilitado el extraordinario auge de la civilización occidental desde hace siete siglos.

La crisis financiera que vivimos hoy, mis queridos compatriotas, no es la crisis del capitalismo. Es la crisis de un sistema que se ha alejado de los valores más fundamentales del capitalismo, que ha traicionado al espíritu del capitalismo. Quiero decirlo a los Franceses: el anticapitalismo no ofrece ninguna solución a la crisis actual.

Reanudar con el colectivismo que tantos desastres provocó en el pasado sería un error histórico. Pero no hacer nada, no cambiar nada, conformarse con cargar al contribuyente todas las pérdidas y fingir que no ha pasado nada también sería un error histórico.

Mis queridos compatriotas, podemos salir reforzados de esta crisis. Podemos salir y podemos salir reforzados, si aceptamos cambiar nuestro modo de pensamiento y nuestros comportamientos. Si hacemos el esfuerzo necesario para adaptarnos a las nuevas realidades que se imponen a nosotros. Si actuamos, en vez de padecer.

La crisis actual debe incitarnos a refundar el capitalismo en una ética del esfuerzo y del trabajo, a encontrar de nuevo un equilibrio entre la libertad necesaria y la regla, entra la responsabilidad colectiva y la responsabilidad individual. Tenemos que alcanzar un nuevo equilibrio entre el Estado y el mercado, cuando en todo el mundo los poderes públicos se ven obligados a intervenir para salvar el sistema bancario del derrumbe.

Debe instaurarse una nueva relación entre la economía y la política mediante el desarrollo de nuevas reglamentaciones. La autorregulación para resolver todos los problemas, se ha acabado.

El laissez-faire, se ha acabado. El mercado que siempre tiene razón, se ha acabado. Hay que aprender de la crisis para que no se reproduzca. Hemos estado al borde de la catástrofe, el mundo ha estado al borde de la catástrofe, no podemos correr el riesgo de empezar de nuevo.

Si queremos construir un sistema financiero viable, la moralización del capitalismo financiero es una prioridad.

No dudo en decir que los modos de remuneración de los dirigentes y de los operadores deben estar enmarcados. Ha habido demasiados abusos, demasiados escándalos.

O los profesionales se ponen de acuerdo sobre las prácticas aceptables o el Gobierno de la República resolverá el problema mediante la ley antes de fin del año. Los dirigentes no deben tener el estatuto de mandatario social y beneficiar a la vez de las garantías de un contrato de trabajo. No deben recibir acciones gratuitas. Su remuneración debe fundarse en los resultados económicos reales de la empresas. No deben poder optar por un paracaídas dorado cuando han cometido faltas o han puesto a su empresa en dificultad. Y si los dirigentes están interesados por el resultado –es algo positivo– los demás asalariados de la empresa, en particular los más modestos, también deben estarlo, puesto que ellos también participan en la riqueza de la empresa. Si los dirigentes tienen stock options, los demás asalariados también deben tenerlas o beneficiar de un sistema de incentivos.

He aquí algunos principios sencillos basados en el sentido común y en la moral elemental en los que no cederé. Los dirigentes perciben remuneraciones elevadas porque tienen grandes responsabilidades. Pero no se puede querer un buen salario y no asumir las responsabilidades. Ambas cosas van unidas.

Es aún más cierto en el campo de las finanzas. ¿Cómo admitir que tantos operadores financieros salgan ganado, cuando durante años se han enriquecido conduciendo a todo el sistema financiero a la situación actual?

Se han de buscar responsabilidades y los responsables de este naufragio deben, al menos, ser sancionados financieramente. La impunidad sería inmoral. No podemos conformarnos con hacer pagar a los accionistas, a los clientes, a los asalariados, a los contribuyentes y exonerar a los principales responsables.

¿Quién podría aceptar algo que sería, ni más ni menos, una gran injusticia?

Además, hay que reglamentar los bancos para regular el sistema, ya que los bancos son el núcleo del sistema.

Hay que dejar de imponer a los bancos reglas de prudencia que incitan primero a la creatividad contable y no a gestionar con rigor los riesgos. En el futuro, habrá que controlar mucho mejor la forma en la que desempeñan su oficio, el modo de evaluación y de gestión de los riesgos, la eficacia de los controles internos, etc. Habrá que imponer a los bancos financiar el desarrollo económico y no la especulación.

La crisis que vivimos debe conducirnos a una reestructuración de gran amplitud de todo el sector bancario mundial. Teniendo en cuenta lo que acaba de ocurrir y la importancia de las implicaciones para el futuro de nuestra economía, es evidente que, en Francia, el Estado estará atento y desempeñará un papel activo.

Habrá que enfrentarse al problema de la complejidad de los productos de ahorro y de la opacidad de las transacciones para que cada uno pueda evaluar realmente los riesgos que corre. Pero también habrá que plantearse preguntas polémicas como la de los paraísos fiscales, las condiciones en las que se realizan las ventas al descubierto que permiten especular vendiendo títulos que no se poseen o la cotización continua que permite comprar y vender en todo momento activos y que influye –como sabemos– en las aceleraciones del mercado y en la creación de burbujas especulativas.

Habrá que interrogarse sobre la obligación de contabilizar los activos al precio del mercado que tanto desestabilizan en caso de crisis.

Habrá que controlar a las agencias de calificación que –insisto en ello– han presentado fallas. De ahora en adelante, ninguna institución financiera, ningún fondo deben poder escapar al control de una autoridad de regulación.

Pero la reorganización del sistema financiero no sería completa, si a la par no se previera acabar con el desorden monetario. La moneda está en el centro de la crisis financiera y de las distorsiones que afectan a los intercambios mundiales. Si no somos cuidadosos, el dumping monetario acabará por engendrar guerras comerciales extremadamente violentas y dará vía libre al peor proteccionismo. Ya que el productor francés puede obtener todos los beneficios de productividad que quiera o que pueda. Puede incluso competir con los salarios reducidos de los obreros chinos, pero no puede compensar la infravaloración de la moneda china. Nuestra industria aeronáutica puede ser muy eficaz, pero no puede luchar contra la ventaja competitiva que la infravaloración crónica del dólar da a los constructores estadounidenses.

Por tanto, reitero hasta qué punto me parece necesario que los Jefes de Estado y de Gobierno de los principales países concernidos se reúnan antes a fin de año para extraer las lecciones de la crisis financiera y coordinar sus esfuerzos para restablecer la confianza. He realizado esta propuesta de pleno acuerdo con la Canciller alemana, la Sra. Merkel, con quien me he entrevistado y con quien comparto las mismas preocupaciones a propósito de la crisis financiera y sobre las lecciones que vamos a tener que extraer.

Estoy convencido de que el mal es profundo y de que hay que renovar todo el sistema financiero y monetario mundial, como en Bretton Woods después de la II Guerra mundial. Así, podremos crear herramientas para una regulación mundial que la globalización y la mundialización de los intercambios hacen necesarias. No se puede seguir gestionando la economía del siglo XXI con los instrumentos económicos del siglo XX. Tampoco se puede concebir el mundo del mañana con las ideas de ayer.

Cuando los bancos centrales hacen todos los días la tesorería de los bancos y cuando el contribuyente estadounidense va a gastar un billón de dólares para evitar una quiebra generalizada, ¡me parece que la cuestión de la legitimidad de los poderes públicos para intervenir en el funcionamiento del sistema financiero ya no se plantea!

A veces, la autorregulación es insuficiente. A veces, el mercado se equivoca. A veces, la competencia es ineficaz o desleal. Entonces, el Estado tiene que intervenir, imponer reglas, invertir, tomar participaciones, a condición de que sepa retirarse cuando su intervención ya no sea necesaria.

No habría nada peor que un Estado preso de los dogmas, preso de una doctrina rígida como una religión. Imaginemos cómo estaría el mundo, si el Gobierno estadounidense no hubiese hecho nada frente a la crisis financiera, con el pretexto de respetar una supuesta ortodoxia en materia de competencia, de presupuesto o de moneda.

En estas circunstancias excepcionales en las que la necesidad de actuar se impone a todos, llamo a Europa a reflexionar sobre su capacidad para hacer frente a la urgencia, a concebir de nuevo sus reglas, sus principios, extrayendo lecciones de lo que ocurre en el mundo. Europa debe dotarse de los medios necesarios para actuar cuando la situación lo exige y no condenarse a padecer.

Si Europa quiere preservar sus intereses, si quiere poder intervenir en la reorganización de la economía mundial, debe iniciar una reflexión colectiva sobre su doctrina de la competencia –a mi juicio, la competencia es sólo un medio y no un fin en sí–, sobre su capacidad para movilizar recursos para preparar el futuro, sobre los instrumentos de su política económica, sobre los objetivos asignados a la política monetaria. Sé que es difícil porque Europa incluye 27 países, pero cuando el mundo cambia, Europa también debe cambiar. Debe ser capaz de transformar sus propios dogmas. No puede estar condenada a la variable de ajuste de las demás políticas, por no disponer de medios para actuar. Y quiero hacer una pregunta seria: si lo ocurrido en Estados Unidos, hubiese ocurrido en Europa, ¿con qué rapidez, con qué fuerza, con qué determinación se habría enfrentado Europa, con las instituciones y los principios actuales, a la crisis? Para todos los europeos, es evidente que la mejor respuesta a la crisis debería ser europea. En mi condición de Presidente de la Unión, propondré iniciativas en este sentido en el próximo Consejo europeo del 15 de octubre.