Dos años después de entrar en el brazo armado del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela en 1984, cuando tenía 21 años, McBride hizo estallar delante de un bar abarrotado en la ciudad de Durban un coche bomba con el que mató a tres personas, todas ellas mujeres que pasaban por allí, e hirió a 73. McBride, un coloured, o mulato, según la clasificación racial usada por el viejo sistema del apartheid, fue detenido, juzgado y enviado al corredor de la muerte, donde coincidió y se casó -la ceremonia se llevó a cabo en la cárcel- con una procuradora que solía visitar la prisión. Ella era blanca, rubia e hija de un directivo del inmenso conglomerado surafricano del oro y los diamantes, Anglo-American. Con la ayuda de Mandela, y como parte del toma y daca de las negociaciones políticas, salió de la cárcel en 1992, y entonces se fue a vivir con su mujer, con la que tuvo tres hijos. Después de las primeras elecciones democráticas de Suráfrica, en 1994, obtuvo un trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde ascendió a un puesto importante. En 2003 fue nombrado jefe de policía de una amplia zona industrial al este de Johanesburgo, con una población de cuatro millones de habitantes. Hoy todavía ocupa ese cargo, aunque sigue siendo un hombre que suscita controversias: está suspendido de sus funciones en espera del resultado de una acusación de que estaba conduciendo borracho.
Imaginémonos que Iñaki de Juana Chaos se case en la cárcel con la hija de un directivo del Banco de Santander y, años después, se convierta en jefe de policía para el sur de Madrid, y podremos hacernos una idea de la insólita evolución que ha vivido McBride, una figura tan odiada en su día en la Suráfrica blanca como De Juana lo es hoy en España.
Conocí a McBride en 1989, cuando estaba en el corredor de la muerte. Hablamos a través del mismo panel grueso de cristal del que había conocido a su rica y atractiva esposa dos años antes. Vestido con el mono verde de los presos, era un tipo alto y enjuto, de aspecto más negro que blanco. Expresaba abiertamente su arrepentimiento por las muertes que había causado (aquí se acaba su similitud con De Juana), aunque no por la causa que defendía, y era un hombre elocuente y compuesto, cosa extraordinaria teniendo en cuenta que, en cualquier momento, podían dar la orden de que le ahorcaran.
Volví a verle el mes pasado en una barriada que fue testigo de algunos de los peores ataques xenófobos producidos hace poco en Johanesburgo -negros surafricanos contra negros extranjeros, inmigrantes, con el resultado de más de 60 muertos-, y que él contribuyó en gran medida a frenar. Sin embargo, una vez más, tiene una espada de Damocles sobre su cabeza. Si pierde el juicio en el que está envuelto, en el que se le acusa de falsificar sus muestras de sangre para impedir que le condenen por conducir borracho, tendrá que regresar a la cárcel.
Su desgracia -y la desgracia de Suráfrica, en un momento en el que el aumento de la criminalidad amenaza con poner en peligro los planes para acoger la Copa del Mundo de fútbol en 2010- es que en estos cinco últimos años ha adquirido la fama de ser uno de los policías más eficientes del país, un azote de criminales valorado por surafricanos de todos los colores en los territorios que dependen de él. Es tal su reputación que, aunque le suspendieron hace un año, en junio volvieron a llamarle urgentemente para que se incorporase, con la suspensión suspendida, cuando la violencia xenófoba en el área de Johanesburgo alcanzó su apogeo y empezó a dañar seriamente el prestigio internacional de Suráfrica. La situación fue especialmente atroz en Ekurhuleni, el nombre de la jurisdicción en la que trabaja McBride, donde hubo 15.000 africanos extranjeros expulsados de sus hogares. Y en ninguna parte hubo tanta violencia como en el lugar en el que nos entrevistamos, el distrito de Ramaphosa, un asentamiento adusto y polvoriento de casitas de ladrillo y pequeñas chabolas junto a una vieja mina de oro que todavía está en funcionamiento.
Con tres policías armados presentes (uno negro, uno mulato y el otro blanco, toda la gama de la vieja clasificación de razas del apartheid), McBride reprodujo lo que había ocurrido en su primer día de vuelta en el puesto. Su versión de los hechos queda confirmada por las informaciones aparecidas en la prensa surafricana. Había alrededor de 400 hombres armados con palos y machetes -y tal vez armas de fuego- que bloqueaban la calle principal de Ramaphosa. Era el núcleo duro de la gente que había aterrorizado a los inmigrantes locales, matando, saqueando e incendiando. McBride llegó con ocho policías y se acercó andando, con los brazos en alto, al centro de la muchedumbre. "Les dije: '¿Por qué? ¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué estáis matando a estas personas que han vivido con vosotros como vecinos, con las que algunos os habéis casado y habéis tenido hijos?'. Alguien respondió que eran ellos los que estaban violando a sus mujeres y matando. Yo contesté que no estaba dispuesto a aceptarlo ni tragármelo. Los que estaban más cerca de mí estaban fuertemente armados, así que hice lo único que podía, les miré fijamente como si dijera: 'Como intentéis alguna cosa, os voy a dar por culo".
McBride se alejó despacio de la muchedumbre y se unió a sus agentes, que habían asumido posiciones de ataque. De repente alguien le tiró una botella. "La gente me conoce bien aquí. Saben que me rijo por un principio de tolerancia cero. Ordené a mis agentes que abrieran fuego. Lo hicieron, con balas de goma. No hubo más que cuatro o cinco heridos, ninguna vida en peligro, y, en un minuto, la calle se había despejado. Y ha permanecido despejada desde entonces".
Adoptó una estrategia de enfrentamiento similar en otros distritos que sufrieron la violencia xenófoba e impuso en la práctica un toque de queda -fue personalmente casa por casa con sus policías para advertir a la gente de que habría consecuencias si no se respetaba- que obtuvo el efecto deseado. En el plazo de 48 horas, la violencia en la zona se había terminado. Y, al acabar esas 48 horas, se reanudó la suspensión de McBride.
Hasta sus detractores -y existen muchos en Suráfrica- están de acuerdo en que contribuyó de manera decisiva a detener las matanzas xenófobas, que no se han repetido. Pero los medios de comunicación se mostraron ambiguos sobre el papel de McBride en la pacificación de los distritos, acusándolo de "arrogante". El principal partido de la oposición en Suráfrica, la Alianza Democrática (AD), ha expresado especial indignación por su conducta, como la expresó por su nombramiento como jefe de policía hace cinco años.
"Lo malo de algunas personas", dice McBride con desesperación, "es que quieren que arreglemos la criminalidad pero parecen creer que vivimos en Escandinavia". La realidad es que la Suráfrica en la que trabaja McBride -el país con el mayor índice de violaciones y asesinatos del mundo para un país que no está en guerra- es el salvaje Oeste americano, Dodge City, de 1880. Es un país dinámico que ofrece grandes oportunidades para gente audaz y emprendedora, pero también es peligroso y anárquico. McBride es uno de esos personajes sobre los que Hollywood ha hecho miles de películas de vaqueros. Completamente sin miedo, casi coqueteando con la muerte que eludió tanto en la cárcel como en sus tiempos de famoso guerrillero (o terrorista, dependiendo del punto de vista), es como el pistolero que ofende a los funcionarios locales con su desprecio por los detalles legales pero logra expulsar a los malos de la ciudad.
Dicen que los 1.800 policías bajo su mando, en su mayoría, le veneran. Desde luego, es el caso de los que nos acompañaron en la visita a Ramaphosa. "La moral está muy baja en la fuerza desde su suspensión", explicó el blanco, llamado Robert, que entró en la policía del apartheid cuando McBride estaba en el corredor de la muerte. "Nos trata a todos por igual, nos escucha a todos, al margen del color de nuestra piel y nuestro pasado. Se enfrenta al peligro con nosotros, en primera línea, y toma las decisiones sin vacilar. Es un luchador y un general, un gran general que inspira lealtad y orgullo entre sus tropas".
El pasado "terrorista" de McBride, la bomba de Durban, no le preocupaba a Robert. "Todos tenemos algo malo si hurgamos en el pasado. No hay santos aquí".
El policía negro, Jabu, había llevado su lealtad a extremos poco profesionales. "Oí que en Radio 702 [una importante emisora de radio de Johanesburgo] criticaban al jefe por la actuación aquí en Ramaphosa", dijo Jabu, que llevaba una pistola sujeta al muslo, como su compañero blanco. "Me indigné tanto que descolgué el teléfono y llamé para defenderle. Más que un jefe, es un líder. Nos sirve de inspiración y da esperanza a la gente con el valor y la inteligencia que demuestra en su lucha contra el crimen. Si este país quiere combatir en serio este problema, quiere tratar de limpiar el crimen a tiempo para la Copa del Mundo, necesitamos que él esté en un puesto de autoridad. Entiende el lenguaje de los criminales, sabe cómo derrotarlos mejor que nadie".
¿Y la acusación de conducir borracho? "¡Están locos! Desperdiciar lo que tiene que ofrecer por ese incidente, cuando, como sabe todo el mundo, no hubo ningún otro vehículo implicado y nadie resultó herido, es una locura. Una gota en el océano en comparación con los problemas que tenemos y el bien que puede hacer por su país".
(Publicado en El País, Madrid)