Nunca olvidaré la  mañana en que el profesor de matemáticas me entregó el examen del tercer  trimestre. Sobre la hoja de papel ni siquiera había escrito, en tinta azul, un  humillante cero seis, un patético cero cuatro, un ya impresentable cero uno. No.  Era todavía más deficiente. En el lugar donde va la nota, sólo podía verse una  eme y un pequeño número dos flotando a su derecha. Mal al cuadrado. Estaba en  quinto año de humanidades y esa era es la peor calificación que había recibido  en mi vida.
 En aquellos años, pensábamos que la vida era  simple, que sólo podía tener dos costados. Yo pertenecía al bando de la  literatura, creía que la poesía era mejor que la gimnasia y escribía versos para  levantar muchachas. Suponía que la gente profunda leía libros y que la gente  plana resolvía ecuaciones. Al final de la clase, el profesor me llamó aparte y  trató de explicarme mis errores. “Tú todavía no lo has entendido nada –algo así  me dijo–. Esto es un juego. Es tan abstracto como el lenguaje, como las  palabras. Sólo tienes que aprender a leer los números”.
 La memoria sigue el orden de sus propias sombras.  De pronto, recordé esta anécdota mientras veía a Aristóbulo Istúriz tratando de  sostener su inmensa sonrisa y minimizando los resultados de las pasadas  elecciones. ¿En qué país 65 puede ser más que 98?, se preguntaba. Todos los  miembros del comando de campaña que lo acompañaban asentían con satisfacción.  Todos tenían la misma mueca apretada sobre los labios. Era una forzada expresión  de alegría. Como si desde el ombligo les estuvieran atornillando una sonrisa.  Pero no es tan sencillo actuar la felicidad. No hay nada más difícil que fingir  un jajajá.
 Lo más asombroso de las elecciones legislativas no  han sido los resultados sino lo ocurrido después: las reacciones. No deja de ser  sorprendente la incapacidad que tiene el oficialismo para observar y analizar la  realidad. El Gobierno sufre de una trágica forma de daltonismo político. No  distinguen. Son incapaces de mirar lo evidente. Están dispuestos a creer  cualquier maroma antes de aceptar lo que sucede. Están dispuestos, por ejemplo,  a pensar, sostener, y encima repetir, que más de 5 millones de venezolanos somos  exactamente oligarcas, puntualmente pro imperialistas y uniformemente  conspiradores y golpistas. Para el chavismo, el resultado electoral no es una  expresión popular sino la confesión de un crimen imperdonable: traición a la  patria.
 Nuevamente, el argumento del oficialismo pretende  ubicar las elecciones del domingo pasado en la dimensión de una guerra mayor, de  la batalla entre el capitalismo y el socialismo. Es una manera perversa de  someter a la democracia y de satanizar al adversario, de querer callar la voz  popular con reprimendas morales. Así habla el dios de la revolución: los que no  son rojos son malos, muy malos, muy egoístas, no tienen corazón. Pretenden que  los estereotipos sean una ideología. Creen que nuestra historia es una vieja  película de indios y vaqueros. John Wayne lleva ahora boina roja.
 ¿Dónde estuvo el socialismo en la campaña  electoral? ¿A dónde fue la gestión democrática y participativa? ¿Cuáles fueron  sus propuestas? ¿Dónde estaban los candidatos?... En ningún lado. Chávez fue el  medio y el mensaje. De nuevo, recorrió el país ofreciendo el paraíso. Dejó de  lado El capital de Carlos Marx y salió a la calle agitando un manual de  instrucciones de la Whirlpool china. Chávez llegó a ofrecer en Falcón casas con  aire acondicionado. Así es el socialismo del siglo XXI: en la mañana citas al  Che Guevara, en la tarde te conviertes en el rey de la línea  blanca.
 ¿En qué país 65 es más que 98?, se pregunta  Aristóbulo Istúriz. En el mismo país donde el Parlamento se niega a debatir  sobre la responsabilidad oficial de cientos de toneladas de alimentos podridos.  En el mismo país donde el Presidente también es el sistema de justicia. En el  mismo país donde el Gobierno pincha los teléfonos y las computadoras, donde el  poder vigila y graba la vida privada. En el mismo país donde se declaran guerras  y enemigos cada dos por tres. En el mismo país donde se imponen reformas  rechazadas en un referéndum popular. En el mismo país donde se humilla y se  descalifica el periodismo que se atreve a realizar una pregunta incómoda. En el  mismo país donde también se pueden usar las técnicas Bush para ganar elecciones.  En el mismo país donde si no eres rojo te puedes quedar sin trabajo, sin  beneficios sociales, sin Estado.
  El Gobierno lee los números. Todavía no aprende a  leer la realidad.
(El Nacional/Venezuela; el autor es escritor venezolano, guinista de cine y columnista)
(El Nacional/Venezuela; el autor es escritor venezolano, guinista de cine y columnista)
