Qué bronca. No habían pasado más que unas cuantas horas desde que la multitudinaria misión de la Organización de Estados Americanos (OEA) había aterrizado en Honduras para impulsar el diálogo. El tiempo justo para llegar al hotel Clarion de Tegucigalpa -tomado por dentro y por fuera por la policía antidisturbios y el Ejército—, saludar a los negociadores designados por el presidente depuesto, Manuel Zelaya, y por el que ocupó su lugar tras el golpe, Roberto Micheletti, y tomar un ligero tentempié. Los representantes de la OEA, que habían llegado al país centroamericano a bordo de cuatro aviones, tenían prisa. La agenda contemplaba visitar en la Casa Presidencial a Micheletti y luego seguir hacia la embajada de Brasil para entrevistarse con Manuel Zelaya. Pero en la primera parada se encontraron con algo que no esperaban. Una bronca. Menuda bronca.
Micheletti los recibió amablemente, con toda la pompa y el boato que le fue posible, flanqueado por sus ministros más cercanos y alrededor de una mesa de madera oscura y noble. El presidente surgido del golpe dejó hablar a sus invitados, liderados por el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, y entre los que se encontraban cinco ministros de exteriores de la región -Costa Rica, Ecuador, El Salvador, México y Guatemala-, además de altos funcionarios de Canadá, Jamaica, Brasil... También estaba presente el secretario español de Estado para Iberoamérica, Juan Pablo de Laiglesia. Micheletti dejó hablar a Insulza, con quien se había reunido unos días antes de forma secreta en una base militar hondureña. El secretario general de la OEA usó un tono comedido para apuntar sólo dos preocupaciones. La situación personal de Zelaya tras 17 días confinado en una legación diplomática sin las condiciones mínimas de habitabilidad, y el recorte de garantías provocado por el estado de sitio decretado días atrás [y revocado después] por el gobierno de facto. Y fue entonces cuando tomó la palabra Micheletti.
Más que tomar la palabra, la agarró, la blandió delante de todos y la arrojó con saña. Lo primero que dijo fue: "Ni ustedes saben toda la verdad, ni quieren escuchar toda la verdad". Así. Como para ir abriendo boca. Luego -subiendo el tono- dijo: "Ustedes tienen que investigar que pasó en este país antes del 28 de junio [el día que un comandó militar secuestró a Zelaya y lo sacó del país]. Porque ustedes nos condenaron sin escucharnos. Hemos hecho esfuerzos incontables por mantener la paz en Honduras. Pero el regreso de Zelaya provocó la comisión de muchos delitos. Y a través de las emisoras que estaban a su favor [y que ahora están clausuradas por una orden de su gobierno] se llamó a la sedición, se señalaron objetivos para que la gente los atacara. Fíjense lo que les digo: en este país no tememos a Estados Unidos, ni a Brasil... A lo único que tememos aquí es a Mel Zelaya. Tenemos pánico de Mel Zelaya. Ese señor que pagaba a los cuidadores y de sus caballos, y hasta sus alimentos, con fondos públicos. Ese señor que retiró de una joyería privada una cantidad de joyas no sabemos para quién..., pero sí sabemos con qué dinero, con el dinero del Estado. Les digo una cosa: aquí se van a celebrar elecciones el próximo 29 de noviembre. Y sólo hay una posibilidad de que no se celebren elecciones ese día: que nos invadan, que nos manden soldados y nos invadan... Así que no sean malos y no nos dejen sin elecciones. Háganme un favor: reflexionen sobre el daño que ustedes le están haciendo a Honduras".
Los periodistas nacionales y extranjeros presentes en la Casa Presidencial, y que sólo pudieron seguir el desarrollo de la reunión a través del canal nacional de televisión, se miraban sin dar crédito. Hasta ese momento, atardecer en Honduras, avanzada ya la madrugada en la península, todas las conversaciones habían girado sobre los puntos de un acuerdo que se consideraba por primera vez posible. Porque quien más y quien menos sospechaba que si Insulza había regresado a Honduras con tamaño séquito era porque todo estaba ya más o menos atado. Que la comunidad internacional, representada por la OEA, venía a apadrinar, a tutelar, a suscribir... un acuerdo, una salida. ¿Un acuerdo? ¿Una salida? La bronca de Micheletti parecía dejar a las claras que la solución al conflicto de Honduras sigue estando más verde y más lejano de lo que se suponía.
Micheletti dejó de hablar. Los delegados de la OEA pusieron cara de póquer. Le tocaba el turno al embajador de Brasil, que hizo un discurso muy claro, diciendo que lo que hiciera Zelaya mientras fue presidente no es competencia de la comunidad internacional: "No nos toca juzgar sus actos. No tenemos jurisdicción sobre eso. Para eso ya están los tribunales hondureños. Pero sí es competencia nuestra denunciar la violación de la Carta Democrática Iberoamericana". La OEA considera que la Carta fue violada de forma flagrante cuando Zelaya fue sacado del país a punta de pistola y en pijama para ser abandonado en Costa Rica, y por eso el primer punto del Acuerdo de San José -auspiciado por el presidente Óscar Arias con la bendición de la comunidad internacional- pretende la restitución de Zelaya en el poder. Pero Micheletti no quiere ni oír hablar de esa posibilidad. Tan es así que, mirando fijamente a Insulza, terminó su bronca acusándolo: "Nosotros creíamos que ustedes venían de buena fe, y que iban a escuchar lo que decidieran los hondureños. Pero no. Los discursos que han hecho son totalmente diferentes. Porque ustedes quieren volver a poner a Zelaya, sin escuchar siquiera lo que digan los negociadores".
Al terminar de embestir, Micheletti pidió a los delegados de la OEA: "No se me molesten. Es mi forma de hablar".
(El País, Madrid)