Ninguna persona que se precie de tener pensamiento, cultura y compromiso democrático puede apoyar el golpe de Estado en Honduras.
Los hondureños tenían derecho de destituir a Zelaya, pero sin atropellar el ordenamiento legal vigente en ese país. Todas las legislaciones democráticas tienen prevista y regulada la posibilidad de destituir a los mandatarios. A ningún país del mundo se le puede condenar a soportar a un gobernante, si este incurre en flagrantes, graves, tipificadas y comprobadas violaciones de la constitución y de las leyes. Pero una cosa era destituirlo y otra muy diferente fue sacarlo por la fuerza de su casa y expulsarlo del país, porque ninguna legislación democrática permite la condena sin alguna forma orgánica de juicio, y ningún código civilizado establece el destierro como sanción por violaciones a la ley.
Coincidimos, además, con otros analistas al afirmar que el golpe no solo fue ilegal, sino que fue un gravísimo error político. A Zelaya, un gobernante mediocre, sin carisma, en el ocaso de su triste mandato, vergonzosamente servil a los intereses de Chávez y sin respaldo en su propio país, lo hicieron pasar en pocas horas de una indiscutible posición de violador de la ley y usurpador de poderes a una posición de víctima y de héroe, al menos en el plano internacional.
Zelaya no tenía ya en Honduras ni palo en que ahorcarse. Todas las instituciones del Estado habían condenado su actuación: la Corte Suprema, la Corte de Apelaciones, la Fiscalía, la Procuraduría, el Tribunal Electoral y el Congreso, incluyendo a los diputados de su propio partido. Más aún, enfrentaba también la desaprobación de figuras venerables, muy poco sospechosas de veleidades derechistas, tales como el Cardenal Oscar Rodríguez y Don Ramón Custodio, en su calidad de Comisionado Nacional para los Derechos Humanos. Tenía, pues, las horas contadas. Solo había que hacer las cosas bien, aunque no era fácil, para evitar que los acusados se convirtieran en acusadores.
Cualquiera sea su desenlace, la crisis política hondureña deja al menos dos repercusiones importantes para El Salvador: una inmediata, en la medida en que ha exigido un posicionamiento político y diplomático de nuestro gobierno en foros internacionales; otra más de fondo, en clave de futuro y en forma de advertencia del peligro de una estrategia regional bien orquestada en contra del sistema y de las instituciones democráticas de nuestros países.
En relación con la actuación de nuestro gobierno, podemos decir que hasta el sábado la posición era satisfactoria, prudente, sobria, precisa, limpia, lúcida y hasta sofisticada, tanto en las declaraciones del presidente como en el pronunciamiento del Ministerio de Relaciones Exteriores. Hasta ese momento no hubo apoyo a Zelaya, solo apego al principio de no intervención y cuidadosos votos por el restablecimiento del Estado de derecho. A partir del domingo, la posición siguió siendo respetable pero más complicada y menos limpia, porque se hizo inevitable la condena del golpe y la adhesión a un consenso internacional completamente sesgado hacia la restitución del presidente depuesto.
La segunda repercusión para El Salvador está en el verdadero fondo de la crisis hondureña, que subsiste como grave amenaza para nuestro país. La actuación del gobierno de Funes ha sido respetable, pero la posición oficial del FMLN ha sido desde el inicio una lamentable copia al carbón de las peroratas de Chávez. A la luz de semejante planteamiento, podemos concluir que todavía no estamos vacunados contra el virus de las consultas populares amañadas, contra el virus de la “democracia directa”, que descalifica de un plumazo como “burguesas” a todas las instituciones del Estado y las sustituye por una “voluntad popular” mistificada, cuya expresión se conforma de acuerdo a los designios de los que detentan el poder, sin someterse a mecanismos institucionales o a controles realmente democráticos, efectivos y transparentes.
Cuando se pone en marcha una estrategia de tal naturaleza, a los países solo les queda decidir la forma del suicidio político, tal como ocurrió en Venezuela. A la oposición, aunque sea mayoritaria, solo le quedan dos opciones: participar en la farsa y legitimar la consulta amañada, o abstenerse y allanarle el camino a sus organizadores. El resultado es siempre el mismo: se manipula la consulta, se proclama con bombo y platillo la gran victoria popular, se propone la reforma, se compran los votos necesarios en el parlamento, se aprueba la reelección en la nueva constitución y se instaura la dictadura.
Cuando es posible, como ocurrió en Venezuela, se utiliza una mayoría coyuntural en el parlamento, se utiliza a la Fuerza Armada y se obtiene una resolución de la Corte Suprema. Cuando no es posible, como en Honduras, se inventa otro camino.
En El Salvador tal vez contemos con importantes recursos cuando llegue la hora -que llegará- de resistir el embate. El más importante es el compromiso democrático del presidente y de algunos colaboradores. El otro recurso imprescindible es el fortalecimiento de los partidos de oposición, a los que debe exigirse, a la luz de tan grave desafío, que respondan a las aspiraciones de la gente, que superen sus resentimientos y que supriman de tajo las lealtades oscuras y comprables que los tienen divididos.
Coincidimos, además, con otros analistas al afirmar que el golpe no solo fue ilegal, sino que fue un gravísimo error político. A Zelaya, un gobernante mediocre, sin carisma, en el ocaso de su triste mandato, vergonzosamente servil a los intereses de Chávez y sin respaldo en su propio país, lo hicieron pasar en pocas horas de una indiscutible posición de violador de la ley y usurpador de poderes a una posición de víctima y de héroe, al menos en el plano internacional.
Zelaya no tenía ya en Honduras ni palo en que ahorcarse. Todas las instituciones del Estado habían condenado su actuación: la Corte Suprema, la Corte de Apelaciones, la Fiscalía, la Procuraduría, el Tribunal Electoral y el Congreso, incluyendo a los diputados de su propio partido. Más aún, enfrentaba también la desaprobación de figuras venerables, muy poco sospechosas de veleidades derechistas, tales como el Cardenal Oscar Rodríguez y Don Ramón Custodio, en su calidad de Comisionado Nacional para los Derechos Humanos. Tenía, pues, las horas contadas. Solo había que hacer las cosas bien, aunque no era fácil, para evitar que los acusados se convirtieran en acusadores.
Cualquiera sea su desenlace, la crisis política hondureña deja al menos dos repercusiones importantes para El Salvador: una inmediata, en la medida en que ha exigido un posicionamiento político y diplomático de nuestro gobierno en foros internacionales; otra más de fondo, en clave de futuro y en forma de advertencia del peligro de una estrategia regional bien orquestada en contra del sistema y de las instituciones democráticas de nuestros países.
En relación con la actuación de nuestro gobierno, podemos decir que hasta el sábado la posición era satisfactoria, prudente, sobria, precisa, limpia, lúcida y hasta sofisticada, tanto en las declaraciones del presidente como en el pronunciamiento del Ministerio de Relaciones Exteriores. Hasta ese momento no hubo apoyo a Zelaya, solo apego al principio de no intervención y cuidadosos votos por el restablecimiento del Estado de derecho. A partir del domingo, la posición siguió siendo respetable pero más complicada y menos limpia, porque se hizo inevitable la condena del golpe y la adhesión a un consenso internacional completamente sesgado hacia la restitución del presidente depuesto.
La segunda repercusión para El Salvador está en el verdadero fondo de la crisis hondureña, que subsiste como grave amenaza para nuestro país. La actuación del gobierno de Funes ha sido respetable, pero la posición oficial del FMLN ha sido desde el inicio una lamentable copia al carbón de las peroratas de Chávez. A la luz de semejante planteamiento, podemos concluir que todavía no estamos vacunados contra el virus de las consultas populares amañadas, contra el virus de la “democracia directa”, que descalifica de un plumazo como “burguesas” a todas las instituciones del Estado y las sustituye por una “voluntad popular” mistificada, cuya expresión se conforma de acuerdo a los designios de los que detentan el poder, sin someterse a mecanismos institucionales o a controles realmente democráticos, efectivos y transparentes.
Cuando se pone en marcha una estrategia de tal naturaleza, a los países solo les queda decidir la forma del suicidio político, tal como ocurrió en Venezuela. A la oposición, aunque sea mayoritaria, solo le quedan dos opciones: participar en la farsa y legitimar la consulta amañada, o abstenerse y allanarle el camino a sus organizadores. El resultado es siempre el mismo: se manipula la consulta, se proclama con bombo y platillo la gran victoria popular, se propone la reforma, se compran los votos necesarios en el parlamento, se aprueba la reelección en la nueva constitución y se instaura la dictadura.
Cuando es posible, como ocurrió en Venezuela, se utiliza una mayoría coyuntural en el parlamento, se utiliza a la Fuerza Armada y se obtiene una resolución de la Corte Suprema. Cuando no es posible, como en Honduras, se inventa otro camino.
En El Salvador tal vez contemos con importantes recursos cuando llegue la hora -que llegará- de resistir el embate. El más importante es el compromiso democrático del presidente y de algunos colaboradores. El otro recurso imprescindible es el fortalecimiento de los partidos de oposición, a los que debe exigirse, a la luz de tan grave desafío, que respondan a las aspiraciones de la gente, que superen sus resentimientos y que supriman de tajo las lealtades oscuras y comprables que los tienen divididos.
(El Diario de Hoy, Observador)