Y esta situación se repite en varios países de América Latina. Sucede en Colombia, Chile y Uruguay. Argentina se cuece aparte, ya que ha sido y dejado de ser un país de clase media en varias ocasiones. Pero no sólo se trata de indicadores como el crecimiento de la clase media. América Latina vive hoy un boom económico desconocido desde los setenta. En los últimos cinco años, el PIB y el PIB per cápita han crecido. Perú lleva más de un lustro con tasas superiores al 6 por ciento; Colombia igual; hasta Venezuela -gracias al precio del petróleo- está en pleno auge. Si a estos datos agregamos la consolidación de la democracia representativa, donde el poder se conquista en las urnas, salvo Cuba, nos sugiere que la región vive, quizás, uno de sus mejores momentos.
Pero al mismo tiempo y paradójicamente, pasa por una de las coyunturas de mayor polarización y conflictividad entre países y dentro de países que hayamos visto en años: México con AMLO, El Salvador con el FMLN, Nicaragua con Colombia, Colombia con Venezuela, Colombia con Ecuador, Chile con Perú, Chile con Bolivia, Argentina con Uruguay, la secesión boliviana, la polarización venezolana, la polarización ecuatoriana. Lo nuevo quizás reside en la forma en que todos estos conflictos se encuentran relacionados por un lado, y por el otro cómo existe un verdadero vacío de poder de influencia en la región al desvanecerse el tradicional intervencionismo norteamericano (diga Chávez lo que diga) y al alinearse en el elenco de enanos diplomáticos países como Brasil y México, que debieran llenar ese vacío.
Es evidente que la crisis boliviana no se da al margen de lo que sucede en el resto del continente. El papel de Venezuela en Bolivia (y el papel más significativo pero menos estridente de Cuba) ha sido puesto de relieve en los últimos días por las declaraciones del comandante del ejército boliviano, Luis Trigo. En paralelo, la situación en Ecuador ha sido evidenciada por el mismo presidente Correa que ha dicho explícitamente que ve una analogía entre las fuerzas centrífugas que amenazan la integridad de Bolivia, con Guayaquil, que amenazan la integridad de su país. En estos dos casos vemos que algunas fronteras -como en África- son un remanente de la época colonial y de los primeros años de independencia. Otras divisiones internas -Venezuela, Argentina, México, El Salvador- vienen de algo hasta cierto punto inédito: divergencias políticas, de clase, éticas e ideológicas que deben dirimirse en democracia, que es más complicado que en condiciones de autoritarismo. Otras influencias regionales están marcadas por los petrodólares de Chávez, como las presiones para que Argentina se alinee a sus posiciones o la presión sobre Centroamérica con Petrocaribe; y por último, la búsqueda de supuestas soluciones diplomáticas en la cumbre Unasur refleja más una preocupación por el problema energético, que una simpatía por las andanzas chavistas de Morales.
En una situación de tanto conflicto vinculado entre sí, hace 20 años Estados Unidos hubiera reaccionado, aunque sólo fuera ejerciendo represalias mucho más severas contra la expulsión de sus embajadores en Caracas y
Hay otras conclusiones tentativas. La primera es que a pesar de toda la fatigada retórica latinoamericanista y priista del gobierno panista actual, México está fuera de la jugada: en las crisis uno cuenta porque quiere o tiene algo que decir. A pesar de su prestigio y de su tamaño, México se encuentra confinado. Brasil tampoco llena el vacío de Estados Unidos ni está dispuesto a abandonar su antiintervencionismo. En parte con razón, por la inmensa complejidad que encierra su postura frente a la crisis boliviana. En el fondo, el interés nacional brasileño en Bolivia es más autonomía con tentaciones secesionistas que pudieran ser anexionistas (al estilo Texas entre 1836-1847), que mantener la integridad boliviana que le complica la entrada irrestricta a la segunda reserva de gas de la región. Pero lo último que puede hacer la cancillería brasileña es no respaldar a Evo. Ante este dilema es mejor hacerse de la vista gorda, como corresponde a la tradición diplomática brasileña. No se entiende entonces para qué quieren ser miembros permanentes del Consejo de Seguridad: ¿para abstenerse a perpetuidad? ¿Y la retórica latinoamericanista de México?
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