Si el gobierno de Álvaro Colom no ha propuesto ninguna medida que modifique las estructuras del país y reduzca aunque sólo fuera un milímetro el inmenso poder que tienen los dueños del capital establecido, ¿por qué entonces se percibe una tensión creciente entre el sector privado organizado y el Ejecutivo?
El Gobierno no ha intentado el menor desafío para el statu quo. Ni la propuesta de reforma fiscal, ni la campaña antievasión, ni las decisiones de política monetaria que mantienen grandes sumas de dinero público en la banca privada, ni las iniciativas de ley de cualquier índole acarrean una mínima amenaza a la clase dominante.
Y aunque al gobierno le encante ejercitar una retórica muy encendida que habla de reivindicar a los más pobres y de la animadversión a esa política suya, lo cierto es que el método elegido para hacerlo es el menos inquietante para quienes tienen la sartén de nuestra economía por el mango.
Los Comedores Solidarios, las bolsas de alimentos repartidas en el área metropolitana o las Escuelas Abiertas no suponen otra cosa que asistencia puntual a sectores muy desfavorecidos.
Las transferencias condicionadas de Mi Familia Progresa combaten la desnutrición y con suerte dentro de una década proveerán de una generación de guatemaltecos en el área rural más saludables y con un mínimo nivel educativo. Lo cual se traducirá, quizás, en trabajadores mejor capacitados y ojalá consumidores con mayor capacidad de compra. No otra cosa.
¿Acaso ha supuesto esa decisión de priorizar gasto público en los municipios más pobres algún menoscabo para las obras de infraestructura que le interesan al gran capital? No.
Los empresarios querrían que el gobierno priorice la seguridad y la competitividad del país al mismo nivel que los programas de Cohesión Social, pero esa discrepancia no pasa de ser una mera molestia.
La falta de transparencia en la inversión social o el clientelismo electoral que se atribuye a esos programas difícilmente sean el motivo real del conflicto. Todas las administraciones han sido sospechosas de lo mismo.
Si uno revisa los momentos de tensión entre el gobierno y los empresarios organizados la mayoría tiene que ver con decisiones de negocios.
Pocas horas después de llegar al poder, Álvaro Colom fue anfitrión en Casa Presidencial de un grupo de financistas de campaña que llegaron a celebrar con él. Son inversionistas que le apoyaron incluso en 2003 cuando la consigna del sector privado era negar apoyo a otro candidato distinto a Óscar Berger. Entre los comensales de esa cena se encuentran algunos de los protagonistas de las denuncias que más enervan al sector privado. Compra de medicinas, contratos de obra física y de servicios, distribución de fertilizantes, esos han sido los principales focos de tensión.
Aquí no parece haber ninguna disputa ideológica ni desafío al poder real. Lo que se percibe es una incomodidad creciente porque el Ejecutivo favorece o da la impresión de favorecer a sus más leales mecenas frente a otros proveedores. Un asunto de pago de deuda electoral. Ahí está el origen del pleito.
El Gobierno no ha intentado el menor desafío para el statu quo. Ni la propuesta de reforma fiscal, ni la campaña antievasión, ni las decisiones de política monetaria que mantienen grandes sumas de dinero público en la banca privada, ni las iniciativas de ley de cualquier índole acarrean una mínima amenaza a la clase dominante.
Y aunque al gobierno le encante ejercitar una retórica muy encendida que habla de reivindicar a los más pobres y de la animadversión a esa política suya, lo cierto es que el método elegido para hacerlo es el menos inquietante para quienes tienen la sartén de nuestra economía por el mango.
Los Comedores Solidarios, las bolsas de alimentos repartidas en el área metropolitana o las Escuelas Abiertas no suponen otra cosa que asistencia puntual a sectores muy desfavorecidos.
Las transferencias condicionadas de Mi Familia Progresa combaten la desnutrición y con suerte dentro de una década proveerán de una generación de guatemaltecos en el área rural más saludables y con un mínimo nivel educativo. Lo cual se traducirá, quizás, en trabajadores mejor capacitados y ojalá consumidores con mayor capacidad de compra. No otra cosa.
¿Acaso ha supuesto esa decisión de priorizar gasto público en los municipios más pobres algún menoscabo para las obras de infraestructura que le interesan al gran capital? No.
Los empresarios querrían que el gobierno priorice la seguridad y la competitividad del país al mismo nivel que los programas de Cohesión Social, pero esa discrepancia no pasa de ser una mera molestia.
La falta de transparencia en la inversión social o el clientelismo electoral que se atribuye a esos programas difícilmente sean el motivo real del conflicto. Todas las administraciones han sido sospechosas de lo mismo.
Si uno revisa los momentos de tensión entre el gobierno y los empresarios organizados la mayoría tiene que ver con decisiones de negocios.
Pocas horas después de llegar al poder, Álvaro Colom fue anfitrión en Casa Presidencial de un grupo de financistas de campaña que llegaron a celebrar con él. Son inversionistas que le apoyaron incluso en 2003 cuando la consigna del sector privado era negar apoyo a otro candidato distinto a Óscar Berger. Entre los comensales de esa cena se encuentran algunos de los protagonistas de las denuncias que más enervan al sector privado. Compra de medicinas, contratos de obra física y de servicios, distribución de fertilizantes, esos han sido los principales focos de tensión.
Aquí no parece haber ninguna disputa ideológica ni desafío al poder real. Lo que se percibe es una incomodidad creciente porque el Ejecutivo favorece o da la impresión de favorecer a sus más leales mecenas frente a otros proveedores. Un asunto de pago de deuda electoral. Ahí está el origen del pleito.
(El Periódico, Guatemala)