Hay una cierta ironía, un sarcasmo un poco desafiante, en la posición del Congreso de Honduras de decidir sobre el regreso (o no) de Manuel Zelaya a la Presidencia de la República el 2 de diciembre, tres días después de las elecciones. En primer lugar, se trata de una respuesta a todos los intervencionistas del mundo, a la OEA, a Unasur, a la Unión Europea y, sobre todo, a los agitadores del Alba, que pretendieron alterar el proceso electoral negando de antemano su validez y proclamando que desconocerían sus resultados.
Es una decisión inteligente, adecuada, lógica, destinada a responder soberanamente sobre lo que es una prerrogativa exclusivamente hondureña. Si Zelaya es restituido en la Presidencia, lo será ya de un modo muy simbólico y para que entregue el poder en enero al presidente electo. ¿Quién será? Pues, Porfirio Lobo, Pepelobo, a quien Zelaya derrotó en las elecciones de 2005. Y, ¿cómo derrotó Zelaya, el revolucionario bolivariano de los últimos tiempos, a su contendor de entonces? Pues, mediante el fraude, según cuentan en Honduras. Y, ¿quién ayudó al presidente depuesto a adulterar los resultados? La respuesta parece cómica, pero no lo es, su nombre es Roberto Micheletti.
Los tres, Zelaya, Lobo y Micheletti, son grandes latifundistas de viejas raíces en Honduras. De modo y manera que la política puede ser una especie de divertimiento entre ellos.
La interferencia del presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, en los asuntos hondureños alteró el juego de rivales y de amigos al captar para la revolución al hombre del sombrero de jipijapa. Éste adoptó la tesis de la asamblea constituyente, o sea, la toma y la "ocupación" del Estado que permite dominar la sociedad y mantenerse en el poder por los siglos de los siglos. Los hondureños despertaron a tiempo y Zelaya fue destituido. De otra manera habría maniobrado para quedarse y allá estaría, bajo el paraguas bolivariano y el desconocimiento generalizado de la Carta Democrática Interamericana.
Con las elecciones del próximo domingo, Honduras puede y debe retornar a la normalidad constitucional. Todos los países, con las excepciones beligerantes del Alba, deben reconocer al próximo presidente. Es una discreta manera de rectificar los errores inverosímiles que se fueron cometiendo desde el 28 de junio, cuando de manera injustificada Zelaya fue expulsado de su país. Si aquello fue injustificado, erróneo, contraproducente, universalmente criticado, ¿cómo registrará la historia de las relaciones internacionales y de las convenciones diplomáticas el hecho de que Brasil haya convertido su cancillería en Tegucigalpa en cuartel general de Zelaya? No es fácil imaginar las implicaciones de este precedente. No obstante, una pregunta puede ser útil para uso de antiimperialistas y otros seres airados: ¿Qué habría ocurrido en América Latina si la embajada que "alojó" a Zelaya en lugar de ser la de Brasil hubiera sido la de Estados Unidos? Probablemente, otra guerra de otros cien años. O sea, que pasaríamos la vida en guerra, según los colores de la bandera que flote.
Con la elección de presidente, la comunidad internacional tiene la ocasión de rectificar sus temerarias injerencias y sus reiteradas perturbaciones.
La (im)probable restitución de Zelaya sería ideal para cumplir con las fórmulas. Sin embargo, el presidente depuesto persiste en un clima belicoso y sus partidarios proclaman la tesis de la constituyente. La decisión del Congreso no es simple porque tras el simbolismo y la buena voluntad se ocultan algunos riesgos.
Quienes tienen la sartén por el mango son los diputados del Partido Liberal en cuyas filas militan Zelaya y Micheletti.
De los 128 diputados, 62 son de ese partido, 55 del Partido Nacional de Porfirio Lobo, y el resto de pequeñas organizaciones.
La decisión del 2 de diciembre será tomada necesariamente por acuerdo no sólo entre los diputados y los partidos, sino también entre el presidente electo y el depuesto. Zelaya dice que quiere regresar, pero "sin acuerdos, porque el acuerdo legitimaría el golpe de Estado". Dado que el personaje no ha mostrado disposición para el compromiso, el temor que abrigan algunos sectores dentro y fuera de Honduras tiene fundamentos. En una reciente carta al presidente Barack Obama, Zelaya registra esa intransigencia de manera muy enfática. A veces quiso que el imperio viniera en su auxilio y lo reinstalara en el poder. Confió más en las aguas del Potomac que en las del Guaire.
La elección del próximo domingo es la vuelta de página en Honduras. No obstante, el trauma de tantos episodios inesperados, de los cuales ha sido escenario la pequeña pero arrogante nación centroamericana, no desaparecerá sino mediante una toma de conciencia que haga de la política algo más que un juego de ambiciones personales y de campos de experimentación de profetas ajenos.
(El Nacional, Venezuela. El autor es ex-cancillero de Venezuela, y actualmente director adjunto de El Nacional)
Es una decisión inteligente, adecuada, lógica, destinada a responder soberanamente sobre lo que es una prerrogativa exclusivamente hondureña. Si Zelaya es restituido en la Presidencia, lo será ya de un modo muy simbólico y para que entregue el poder en enero al presidente electo. ¿Quién será? Pues, Porfirio Lobo, Pepelobo, a quien Zelaya derrotó en las elecciones de 2005. Y, ¿cómo derrotó Zelaya, el revolucionario bolivariano de los últimos tiempos, a su contendor de entonces? Pues, mediante el fraude, según cuentan en Honduras. Y, ¿quién ayudó al presidente depuesto a adulterar los resultados? La respuesta parece cómica, pero no lo es, su nombre es Roberto Micheletti.
Los tres, Zelaya, Lobo y Micheletti, son grandes latifundistas de viejas raíces en Honduras. De modo y manera que la política puede ser una especie de divertimiento entre ellos.
La interferencia del presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, en los asuntos hondureños alteró el juego de rivales y de amigos al captar para la revolución al hombre del sombrero de jipijapa. Éste adoptó la tesis de la asamblea constituyente, o sea, la toma y la "ocupación" del Estado que permite dominar la sociedad y mantenerse en el poder por los siglos de los siglos. Los hondureños despertaron a tiempo y Zelaya fue destituido. De otra manera habría maniobrado para quedarse y allá estaría, bajo el paraguas bolivariano y el desconocimiento generalizado de la Carta Democrática Interamericana.
Con las elecciones del próximo domingo, Honduras puede y debe retornar a la normalidad constitucional. Todos los países, con las excepciones beligerantes del Alba, deben reconocer al próximo presidente. Es una discreta manera de rectificar los errores inverosímiles que se fueron cometiendo desde el 28 de junio, cuando de manera injustificada Zelaya fue expulsado de su país. Si aquello fue injustificado, erróneo, contraproducente, universalmente criticado, ¿cómo registrará la historia de las relaciones internacionales y de las convenciones diplomáticas el hecho de que Brasil haya convertido su cancillería en Tegucigalpa en cuartel general de Zelaya? No es fácil imaginar las implicaciones de este precedente. No obstante, una pregunta puede ser útil para uso de antiimperialistas y otros seres airados: ¿Qué habría ocurrido en América Latina si la embajada que "alojó" a Zelaya en lugar de ser la de Brasil hubiera sido la de Estados Unidos? Probablemente, otra guerra de otros cien años. O sea, que pasaríamos la vida en guerra, según los colores de la bandera que flote.
Con la elección de presidente, la comunidad internacional tiene la ocasión de rectificar sus temerarias injerencias y sus reiteradas perturbaciones.
La (im)probable restitución de Zelaya sería ideal para cumplir con las fórmulas. Sin embargo, el presidente depuesto persiste en un clima belicoso y sus partidarios proclaman la tesis de la constituyente. La decisión del Congreso no es simple porque tras el simbolismo y la buena voluntad se ocultan algunos riesgos.
Quienes tienen la sartén por el mango son los diputados del Partido Liberal en cuyas filas militan Zelaya y Micheletti.
De los 128 diputados, 62 son de ese partido, 55 del Partido Nacional de Porfirio Lobo, y el resto de pequeñas organizaciones.
La decisión del 2 de diciembre será tomada necesariamente por acuerdo no sólo entre los diputados y los partidos, sino también entre el presidente electo y el depuesto. Zelaya dice que quiere regresar, pero "sin acuerdos, porque el acuerdo legitimaría el golpe de Estado". Dado que el personaje no ha mostrado disposición para el compromiso, el temor que abrigan algunos sectores dentro y fuera de Honduras tiene fundamentos. En una reciente carta al presidente Barack Obama, Zelaya registra esa intransigencia de manera muy enfática. A veces quiso que el imperio viniera en su auxilio y lo reinstalara en el poder. Confió más en las aguas del Potomac que en las del Guaire.
La elección del próximo domingo es la vuelta de página en Honduras. No obstante, el trauma de tantos episodios inesperados, de los cuales ha sido escenario la pequeña pero arrogante nación centroamericana, no desaparecerá sino mediante una toma de conciencia que haga de la política algo más que un juego de ambiciones personales y de campos de experimentación de profetas ajenos.
(El Nacional, Venezuela. El autor es ex-cancillero de Venezuela, y actualmente director adjunto de El Nacional)