jueves, 27 de noviembre de 2008

El discurso del marero y la fuerza de la razón


El peor error que podemos cometer los nicaragüenses que aspiramos a una paz con justicia y libertad es tratar de combatir la violencia con más violencia. A la violencia discursiva del gobierno de Daniel Ortega hay que responder con la fuerza de la razón y con un discurso que se nutra del drama de los que viven en la miseria y que proyecte sus justas ambiciones. Ese discurso debe distinguir entre la mara gobernante y la población que esa pandilla controla.
La disputa de las calles es una idea que se enmarca dentro de la lógica marera de los que nos gobiernan. a los que siguen a Daniel Ortega hay que disputarles la conciencia. y eso hay que hacerlo armados con la verdad.

Andrés Pérez-Baltodano

Toronto. “Si el comandante Daniel Ortega dispusiera llamar a las calles no quedaría piedra sobre piedra sobre este país y sobre ninguna emisora y sobre ningún canal, de este país, gracias a Dios no lo ha hecho”, afirmó el Procurador General de la República, Hernán Estrada hace dos semanas, invitándonos a agradecer la “generosidad” del presidente Daniel Ortega.

Es difícil articular una crítica contra una declaración como la anterior, sin descender a los niveles de oscurantismo y torpeza que en ella se reflejan; o bien, sin terminar dignificando al que la hizo. La respuesta que merece Estrada solamente puede articularse en palabras que no son publicables y que contribuirían a nuestro embrutecimiento. Por otra parte, responder a una aberración haciendo uso de un lenguaje razonable, es darle forma a la amorfia y elevar el nivel de personas que merecen vivir a la altura de sus palabras.

Frente a una encrucijada como esta, es preciso recurrir a la palabra iluminada de nuestros mayores. En un pequeño libro que me regaló Pablo Antonio Cuadra al final de una inolvidable conversación a finales de los 1980s, encontré lo que buscaba. En ese libro, El hombre: un Dios en exilio, editado por Pedro Xavier Solís, PAC dice algo que adquiere relevancia frente a las declaraciones de Hernán Estrada en los momentos de dictadura que vivimos: “Lo peor de una tiranía no es el tirano —que trata de ser más—sino los serviles —que tratan de ser menos—”.

Las palabras crean la realidad

Estrada es apenas una de las voces del coro de violencia discursiva que dirigen Daniel Ortega y Rosario Murillo. La responsabilidad de esta pareja puede constatarse en el portal informativo de la Presidencia de la República (http://www.presidencia.gob.ni/). En ese espacio virtual se puede observar, por ejemplo, la venenosa violencia verbal descargada contra la brillante feminista Sofía Montenegro por un gobierno que en ese mismo espacio insiste en llamarse “de Reconciliación y Unidad Nacional”.

En el mismo portal puede leerse el discurso de celebración del 29 aniversario del “Repliegue” en el que Daniel Ortega, en declaraciones aún más bárbaras que las de Estrada, amenazó a los ciudadanos nicaragüenses que lo adversan con palabras propias de un faraón enardecido: “Donde nos busquen nuestros enemigos, allí nos van a encontrar; donde nos busquen los vendepatria, allí nos van a encontrar; donde nos busquen los traidores, allí nos van a encontrar; donde nos busquen los financiados por la Embajada yanqui, allí nos van a encontrar, dispuestos, como decía nuestro gran poeta Rubén Darío, a levantar el acero de guerra o el olivo de la paz”.

El acero de la guerra puede materializarse porque las palabras construyen la realidad. Ellas condicionan nuestra existencia y organizan el “sentido común” dentro del que articulamos nuestras definiciones de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo moral y lo inmoral. Esas definiciones, cuando se consolidan en el imaginario colectivo de la sociedad, legitiman el sentido de lo que queremos hacer.

Las palabras de Martín Luther King, las de Gandhi y las de Sandino, para citar algunos ejemplos, fueron cinceles que moldearon el sentido y la realidad de sus países y del mundo. Igual cosa puede decirse, desafortunadamente, de las palabras de Adolfo Hitler.

La demonización discursiva del pueblo judío fue el preámbulo del Holocausto. Antes de las cámaras de gases y los hornos de Auschwitz, el discurso de Hitler y sus serviles se encargó de deshumanizar a los seis millones de personas que perecieron en los campos de concentración de la Alemania Nazi.

La masacre de casi un millón de Tutsis en 1994 en Rwanda, también tuvo como preludio la deshumanización de ese grupo por parte de los líderes Hutus. Tanto la prensa escrita como la radio fueron utilizadas para ese propósito mucho tiempo antes de la masacre.

En el Tribunal Internacional Penal para Rwanda, creado en noviembre de 1994 para investigar el genocidio, se mostraron numerosas evidencias que muestran como la violencia discursiva fue la antesala de la violencia física perpetrada por las milicias Hutu en contra de la población Tutsi. Una de esas evidencias —por la coincidencia que muestra con el discurso del gobierno de Daniel Ortega—, nos obliga a contemplar lo que podría suceder el día de mañana en Nicaragua.

Haciendo uso de una lógica de continuidad “revolucionaria”, parecida a las que utiliza Ortega para justificar su violencia, el gobierno de Juvenal Habyarimana controlado por los Hutus distribuyó en 1992 (dos años antes de la masacre), una papeleta en la que aparecía el dibujo de un amenazante machete. En esa misma papeleta se preguntaba: “¿Qué debemos hacer para completar la revolución que iniciamos en 1959?” La “revolución” en referencia había sido, en realidad, otra masacre en la que perdieron la vida miles de Tutsis.

La furia discursiva desatada por el gobierno de Daniel Ortega contra la oposición nicaragüense anuncia nuevas tragedias. Lo saben los que nos gobiernan. Algunos de ellos hasta lo gritan envalentonados. Edén Pastora, funcionario del gobierno de Ortega, declaró recientemente, después de que su residencia fuese apedreada por personas contaminadas por el veneno de la violencia, que después de ese incidente se sentía autorizado a matar:

“Con esta acción”, dijo Pastora refiriéndose al ataque del que fue víctima, “me están autorizando a que, al que venga a joder, lo mato. Al que vuelva a venir aquí le disparo. Apuntalo”, sentenció, dirigiéndose al periodista que lo entrevistaba frente a su casa.

Los rostros de las rotondas

El peor error que podemos cometer los nicaragüenses que aspiramos a una paz con justicia y libertad es tratar de combatir la violencia con más violencia. A la violencia discursiva del gobierno de Daniel Ortega hay que responder con la fuerza de la razón y con un discurso que, como señalaba hace una semana, recoja las necesidades del pueblo y sus preocupaciones; un discurso que se nutra del drama de los que viven en la miseria y que proyecte sus justas ambiciones.

Ese discurso debe distinguir entre la mara gobernante y la población que esa pandilla controla. Más aún, debe ser capaz de reconocer la humanidad que se esconde en cada tira-morteros y en cada una de esas personas que hoy blanden sus machetes en las calles de Managua.

Esos rostros sudados que insultan y amenazan no son los rostros de la corrupción. Esos no son los rostros henchidos de los que viajan en aviones privados y poseen mansiones mal habidas dentro y fuera del país. Esos nicaragüenses son —démonos cuenta antes de que sea demasiado tarde—, los instrumentos de un gobierno que aprovechándose de la miseria de nuestro pueblo, les ofrece pan a cambio de su dignidad.

A esos nicaragüenses no hay que disputarles las calles. La disputa de las calles es una idea que se enmarca dentro de la lógica marera de los que nos gobiernan. La calle es para ellos, la representación de la Nicaragua-barrio que el Estado Mara trata de controlar, bajo la premisa de que el control territorial les otorga el derecho de posesión y control de todo aquello —bienes y personas— que existe dentro del territorio conquistado.

A los que siguen a Daniel Ortega hay que disputarles la conciencia. Y eso hay que hacerlo armados con la verdad. Esa verdad nos obliga a reconocer que los rostros de las rotondas representan nuestro fracaso como nación. Ellos son la violenta representación de un pueblo pobre que se aferra hoy —a cualquier precio—, a la mentirosa esperanza de justicia e igualdad que les ofrece el FSLN. Agarrados de esa esperanza nos agraden, porque el discurso de la llamada oposición democrática no ha sido capaz de reconocer —sin ambigüedades— la desesperada condición de pobreza y marginalidad en la que vive la mayoría en nuestro país.

Frente a esos rostros también tenemos que reconocer que, desde 1990, Nicaragua ha seguido un rumbo político equivocado. Nos equivocamos porque descartamos —en vez de corregir— el proceso de transformaciones sociales que emprendió el pueblo de Nicaragua en julio de 1979. Nos equivocamos porque lo que el pueblo rechazó en 1990 no fue el ideal de la justicia, ni el ideal de la solidaridad que alimentaron ese proceso.

En 1990 teníamos que haber seguido luchando por esos ideales, sin el autoritarismo y la arrogancia de los 80s, sin la corrupción de los 80s, sin los crímenes de los 80s, y sin la incompetencia de de los 80s. En vez de hacer eso, decidimos recrear Nicaragua a la medida de los deseos de los que por tenerlo todo, aspiramos a construir una suerte de social-democracia sueca en medio del mar de miseria que es nuestro país.

A los pobres de Nicaragua —los pobres de los 1980s y los herederos de esos pobres que hoy blanden sus machetes frente a nuestros rostros— los insultamos en 1990 con la tranquilidad con la que, sandinistas y no sandinistas, aceptamos como “necesarias” las políticas neoliberales que masacraron los sueños de justicia de millones de nicaragüenses. Los ofendimos nuevamente con la chabacana opulencia de un Arnoldo Alemán, producto de una democracia sin alma. Los volvimos a ofender con los sueldos y la insensibilidad de la tecnocracia de un Enrique Bolaños, el presidente que los llamó “patas de hule”, por ser humildes y desgraciados.

Y los seguimos ofendiendo hoy, con la foto de campaña de un Montealegre ridículamente disfrazado de “pueblo” en un bus de Managua. Los ofenden las declaraciones de Mundo Jarquín, quien nos invita a ver el drama de Nicaragua como una lucha entre los “indecentes” y los “decentes”, en un país sin sentido de moralidad social.

Pecaríamos de ilusos si pensáramos que un llamado a la razón de Daniel Ortega podría cambiar el peligroso rumbo que han tomado las cosas en nuestro país. Daniel Ortega es un hombre firme; en el peor y más lamentable sentido de la palabra: es un hombre que no cambia, que no madura, que no aprende. Por sus grandes limitaciones y por sus desmedidas ambiciones, no resulta difícil entender que muchos hayan llegado ya a la conclusión de que sólo la violencia parará la violencia que azota a nuestro país. Enfrentar el fuego con el fuego, sin embargo, sería caer en la trampa construida por la mara gobernante. Evitar esa trampa es nuestra obligación. La palabra veraz y la fuerza de la razón deben prevalecer. En ellas, sólo en ellas, debemos cifrar nuestras esperanzas.

(Publicado en Confidencial, Managua)