Publicado en EL DIARIO DE HOY, 6 septiembre 2019
A punto de cumplirse los primeros 100 días del gobierno de Nayib Bukele, parece que una mayoría muy amplia de salvadoreños le dará cifras bien altas de popularidad y aprobación. Este será un dato duro, que muy pocos se atreverán a ensombrecer o disminuir, pero será también un dato interpretable, que debemos analizar sin temor a disentir.
En tiempos de bonanza o de crisis nacional, la buena imagen de un presidente está determinada por logros de gran importancia económica, política o social, por hacer la paz en tiempos de guerra, por sacar a la economía de una devastadora recesión, por reconstruir el país después de un desastre natural, por restaurar las libertades públicas pisoteadas por un régimen de opresión. Pero en la más plana normalidad, la buena o mala imagen de un presidente, o su aprobación en general, no es sinónimo de buen o mal gobierno, ni es un juicio ético o de legitimidad.
Es algo diferente, más básico, más espontáneo, más emocional. La gente se identifica con un líder político, lo apoya y lo aprueba cuando cree que el líder conoce su estado de ánimo, su manera de pensar, sus esperanzas y frustraciones, sus problemas y aspiraciones, su lenguaje y sus reacciones, tanto en lo trivial y cotidiano como en las más complejas situaciones. En ese sentido, la imagen del líder es resultado de su dominio de los resortes emocionales, de su magnetismo personal y de su fuerza comunicacional más que de su capacidad o de su desempeño real, aunque debe hacer, por supuesto, algunas obras y dar algunos beneficios tangibles a la sociedad.
La opinión pública es sin duda un fenómeno más subjetivo que racional. El costo de la vida, por ejemplo, es un conjunto de precios de productos de consumo popular. Se puede saber si ha subido o bajado la gasolina o el pan. Si hay inflación la gente va a protestar, pero si no pasa nada, igual va a opinar. Sabemos que en El Salvador no ha bajado el índice de precios al consumidor, pero en una encuesta reciente la cantidad de personas que en mayo consideraban mala o muy mala la situación del costo de la vida se redujo de 79% a 63%. Eso no tiene un sustento racional. Es una sensación. Uno no le pide al que viene de comulgar que explique las razones de su gozo espiritual. En ese momento siente que Dios está con él y que todo va a estar bien.
La gente cree lo que quiere creer. A veces acierta y a veces no. Hace diez años creyó que el nuevo presidente sería el adalid de los pobres, el salvador de la patria, el restaurador de la decencia. Y así nos fue. Ahora nuestro joven presidente le ha devuelto el buen ánimo y la esperanza al conglomerado nacional.
Qué bueno entonces que haya ahora un estado de ánimo tan positivo en la gente y en el sector empresarial. Y qué bueno que el 61% de los encuestados, según LPG Datos, “aprueba mucho” al presidente. Seguro lo va a celebrar, pero no estará en esa mayoría fácil su mayor potencial. Tendrá que escuchar al 39% restante, a la minoría que aprueba algunas cosas pero desaprueba muchas otras.
En esa minoría me incluyo. En la que desaprueba que al día siguiente de asumir el poder, el 2 de junio, en su primera disposición gubernamental, como parte de las reformas al Reglamento Interno del Órgano Ejecutivo, el presidente “devolviera a las sombras” el presupuesto del OIE, reproduciendo así el mismo mecanismo que utilizaron Saca y Funes para esconder y desviar grandes cantidades de fondos del Estado.
Me incluyo en la minoría que no le deja pasar sin comentarios el incumplimiento hasta la fecha de su reiterada promesa de suprimir la partida secreta de la Presidencia y acabar con la falta de transparencia.
Soy parte de la minoría que aplaude la reducción de homicidios y le reconoce al presidente su mayor virtud de ponerse realmente al frente de la seguridad pública, pero por pura lógica duda que los números a la baja se deban al plan de control territorial, porque si así fuera, tendríamos 16 o 22 municipios con bajas sensibles y el resto del territorio con la misma actividad delincuencial. Más sentido entonces tiene pensar en una decisión de las pandillas de carácter unilateral, o en un entendimiento o pacto que no quisiéramos ni imaginar. Rechazo también la militarización de la seguridad. No me gustó antes y no me gusta hoy. Es más de lo mismo, y más allá del discurso maravilloso de un comisionado presidencial, no se han visto hasta la fecha planes concretos de obras comunitarias que resalten el componente social.
Soy parte de la minoría decepcionada por el nuevo gabinete. Pocos perfiles sobresalientes y muchos amigos del presidente. En varios nombramientos no se ven los méritos, la formación o la experiencia profesional que hacen a un funcionario competente o eficaz. En entidades como CEL y MOP, que manejan cientos de millones de dólares, la falta de idoneidad puede ser hasta sospechosa y afectar algo más que la eficacia gubernamental.
En otro orden, me incluyo en la minoría que ve con buenos ojos el cambio en las relaciones con Estados Unidos. En ese giro Nayib representa sin duda el sentimiento de la población y el interés general de la nación, pero no podemos ignorar que hasta la fecha nuestra gente sigue siendo tratada con la misma dureza o tal vez peor, y tampoco podemos hacer cuentas alegres con los montos esperados de cooperación y de inversión.
Sobre los despidos mediáticos de las primeras semanas, que aumentaron la popularidad del presidente, respaldamos el desmontaje del nepotismo, pero nos mantenemos en la minoría que no se deslumbra con fuegos artificiales. Creeremos más cuando impulsen la ley de la función pública para que los familiares y amigos de los presidentes no entren sin méritos al Gobierno. De igual manera, creeremos más en la lucha contra la corrupción cuando la persecución a los otros no sea cortina de humo para proteger a los propios.
En la película de Steven Spielberg Minority Report, ambientada en Washington DC, hay una fuerza de Policía denominada “precrimen”, que usa las visiones de futuro de tres mutantes para acusar a los que van a cometer un crimen antes de que lo cometan. Algunos en nuestro país piensan que Bukele cometerá en los próximos años un crimen mayor contra la democracia.
Tal vez sea esta una preocupación excesiva, pero no le haría mal al presidente moderar sus pulsiones autocráticas y desmontar los escuadrones de linchamiento cibernético a sus críticos, porque esa forma de intolerancia es antidemocrática… y es la mancha más fea de una presidencia brillante.