viernes, 6 de septiembre de 2019

Diplomacia, ilusionismo y realidades. De Joaquín Samayoa


Publicado en EL DIARIO DE HOY, 6 septiembre 2019


El nuevo embajador estadounidense arribó a nuestro país con tres días de retraso. Viajó tan pronto como se lo permitió el huracán Dorian, que horas antes había volcado su furia contra las Bahamas pero se acercó ya más calmado a las costas del sureste de los Estados Unidos.
Ese insignificante retraso le dio oportunidad al Sr. Ronald D. Johnson para mostrar una inusual cortesía con nuestro pueblo y gobierno. Ante la imposibilidad de llegar el día que se había anunciado, se tomó la molestia de grabar y enviarnos un video para saludarnos y expresar que se siente muy honrado por su nombramiento como embajador en El Salvador. Buen detalle. Apreciamos mucho esa actitud de respeto, que evidencia también la disciplina de un exmilitar acostumbrado a cumplir con rigurosidad las misiones que se le encomiendan.
En relación con los enormes y complejos desafíos que enfrenta la gran nación del norte en el escenario global, pareciera que la relación de Estados Unidos con El Salvador no tiene mayor importancia; pero ya la tuvo una vez, hace solo unas pocas décadas, cuando el presidente Ronald Reagan decidió marcar en nuestro país la línea para detener el avance del comunismo en la región, lo cual convirtió a El Salvador en el segundo mayor receptor de ayuda económica y militar de los Estados Unidos a escala mundial.
Ahora la amenaza para Estados Unidos es diferente, pero sigue teniendo buenas razones para prestar atención a este vecino pequeño, sin recursos naturales, con una economía asfixiada por su elevada deuda externa, y socavada por la corrupción en las más altas esferas del gobierno, así como por los altos y persistentes índices de criminalidad, debilidad del sistema de justicia penal, una lacerante inequidad social y una cultura que aplaude la ingeniosidad de los que encuentran la forma de burlar las leyes y actuar al margen de las autoridades.
El efecto acumulativo, ya por varias décadas, de ésas y otras lacras sociales, terminó por convertir a El Salvador en un país extremadamente inseguro y sin oportunidades para la mayoría de sus habitantes.
En esta prolongada pesadilla, los dirigentes políticos agotaron sus energías protagonizando estériles enfrentamientos ideológicos, sin encontrar la manera de proveer más y mejor educación, vivienda digna y mejores servicios de salud pública. Las élites económicas y las clases medias acomodadas hemos sido bastante insensibles o nos hemos sentido impotentes ante ese drama que sufren día tras día los más pobres y marginados de nuestra sociedad.
Paradójicamente, estas terribles realidades nuestras son las que obligan a Estados Unidos a prestar más atención a El Salvador. Los salvadoreños que viven angustiados por la inseguridad que pesa sobre sus hijos, los salvadoreños que se cansaron de intentarlo y concluyen que en su propia tierra no hay presente ni futuro para ellos, los que no tienen nada que perder porque no tienen ni lo más básico para una vida digna, ellos son los que, animados solamente por una tenue esperanza, han forzado su entrada a los Estados Unidos y han contribuido a crear lo que, desde allá, se percibe como una crisis migratoria.
Aunque el problema que ven los Estados Unidos tal vez se haya magnificado por el uso de lentes paranoides, racistas o xenofóbicos, hay que reconocer que el problema es real. No es fácil conciliar la inclaudicable voluntad de los inmigrantes indocumentados, con el legítimo derecho de una nación a proteger sus fronteras y ordenar sus migraciones.
A diferencia de los expresidentes George W. Bush y Barack Obama, que buscaron consensos para una reforma migratoria comprensiva, humanitaria y pragmática, el presidente Trump simplemente quiere cortar por lo sano el flujo masivo de migrantes pobres de México y Centroamérica. Y eso mismo es lo que quieren los ciudadanos estadounidenses que sienten invadidos sus espacios y amenazada su cultura.
Ese es uno de los grandes temas comunes en las agendas de relaciones entre Estados Unidos y El Salvador. De ahí derivan otros propósitos comunes, como el combate a la corrupción y la reducción de la violencia, para darle a El Salvador una mejor probabilidad de desarrollo y, por esa vía, reducir las cantidades de salvadoreños a quienes la migración se les ha impuesto como única posibilidad para rehacer sus vidas.
El otro gran problema que tienen los Estados Unidos se llama China. Durante la guerra fría, hubo que frenar el expansionismo soviético. Ahora es el expansionismo chino, mucho más sofisticado, amenazando con la conquista de una retaguardia estratégica para cuando llegue el momento de golpear más fuertemente a Estados Unidos en una nueva fase de la disputa por la hegemonía económica y cultural.

Tanto en esta última dimensión como en la señalada anteriormente, el embajador Johnson debe ser un actor sutil pero muy activo en el esfuerzo conjunto de los dos países. De momento cuenta con la anuencia del gobierno de Nayib Bukele para emprender la difícil tarea de frenar a China y frenar también la migración desordenada de tantos salvadoreños. Sin embargo, debe estar muy atento para detectar oportunamente las fisuras en la alianza.
El presidente Bukele es un excelente ilusionista. Tiene todo para ser un buen gobernante y un buen aliado de los Estados Unidos, pero todavía no da señales convincentes de su vocación democrática, ni de su voluntad para combatir la corrupción. Su único éxito ha sido hacer magia con el twitter para hacerse amar y para hacerse temer. El embajador Johnson afirmó que llega a El Salvador en un momento de cambio, pero todavía está por verse si ese cambio es real o es fake: si es el cambio que los salvadoreños esperamos o un cambio del que después tengamos que lamentarnos.