Venía preparado, pensaba yo. Pero nadie
es preparado para lo que me tocó ver en estos días de enero. Por ejemplo: el
sargento de la Guardia, que en El Paraíso posó, con una bota y el sable
apoyados en el pecho de un muchacho muerto y medio desmembrado, tirado en la
calle: “Si quieren pasar, señores periodistas, pasen adelante, pero será por
encima de estos hjp...” Y Harry Mattisson, el fotógrafo de Time Magazine, mi
tutor en el oficio de fotógrafo de guerra, se bajó del carro, apartó a los
muertos arrastrándolos suavemente, casi con ternura, desafiando a los Guardias
que lo tenían encañonado. Mis primeras fotos de muertos de guerra, tomados con
tanto nervio que en unos les corté al sargento la cabeza, en otro las botas.
Ninguna foto mía de esta escena servía - y Harry, con la misma foto, pero
tomada con frialdad y experiencia, hizo portada..
¿Cómo iba a estar preparado para ver
soldados degollados en el puente de Río Seco en San Vicente? ¿O a dos muchachas
ajusticiadas en la ciudad de Chalatenango, a las cuales les habían puesto
naipes en la mano, a una un As de Corazones en, a la otra con un As de Trébol.
Marcando terreno, me explicaron...
Al calmarse la situación en febrero, la
cosa se puso aun peor, aunque no me lo podía imaginar. Los fotos que tomamos ya
no eran de muertos en combate, sino de sindicalistas, profesores y estudiantes
desaparecidos, torturados y luego botados en Ciudad Delgado, Soyapango,
Ilopango, Apopa...
Los mismo lugares ponen los muertos hoy.
¿Por qué me quedé en este país? Porque en medio del terror de la guerra y del
terror de hoy, siempre he visto la nobleza de la gente salvadoreña. No
solamente de “los civiles” y víctimas, sino también de guerrilleros y soldados,
de pandilleros y policías, de escuadroneros y comandos urbanos. Hay muchos
violentos en El Salvador, pero la gran mayoría de ellos quiere salir de la
violencia y no sabe cómo salir del círculo vicioso. Esto ha sido así en la
guerra entre ejército y guerrilla, y es así ahora en la guerra de pandillas...
En los 80 los gobiernos prometieron “un
país sin terroristas”, y los guerrilleros “un país sin ejército”. Y encontramos
la forma de convivir juntos. Hoy prometen “un país sin maras” - y es igual de
demagógico e irreal. Lo que hay que eliminar no son las maras o pandillas, sino
la violencia. Si alguien no tiene la capacidad de imaginarse un país donde
convivamos también con maras, una vez que dejen la delincuencia, le remito a
los días de enero del 1981, cuando llegué al país y me encontré a dos bandos
dispuestos a erradicarse mutuamente.
Me dicen que soy ingenuo. Bueno, prefiero
ingenuo y no cínico.
Piensen en esto este mes de enero que
conmemoramos el inicio y también el fin de la guerra.
Paolo Luers
(Más!/EDH)