Cuando en marzo del año pasado el avión se alejaba de Puerto Príncipe para poner proa hacia el mar Caribe iluminado por los fuegos de la mañana, sentí, no sin melancolía, que dejaba atrás un territorio de sombras y desesperanza.
Había pasado allí una semana, empeñado en preparar un reportaje bajo encargo del diario EL PAÍS y Médicos sin Fronteras (MSF), dentro de la serie Testigos del horror, y horror había encontrado suficiente al recorrer las calles desbordadas de gente en convivencia con las cloacas y los mares de basura; al visitar los mercados y los puestos callejeros de alimentos donde se venden tortas de lodo aderezadas con sal y margarina, que es un alimento corriente de los más pobres entre los pobres en Haití; al visitar las escuelas derruidas por la vejez, los hospitales hacinados y mal equipados, las clínicas de MSF sembradas en medio de la miseria desolada donde los médicos y enfermeras hacían esfuerzos sobrehumanos por procurar salud a miles de visitantes cada día.
Hoy, tras la tragedia inconmensurable del terremoto, pienso en Haití en medio de sus carencias, ya damnificado de antemano por décadas de injusticia y de pobreza, de dictaduras, la última de ellas la de la familia Duvalier, y de violencia, de corrupción, de anarquía, de golpes de Estado, de proyectos mesiánicos, de intervenciones militares.
El terremoto no ha hecho más que alzar ese lienzo de olvido y desinterés tendido sobre el cuerpo lacerado del país, para enseñarnos sus heridas multiplicadas por la nueva tragedia causante de miles de muertos y millones de víctimas que se vienen a sumar a las muertes y damnificados que ya habían dejado los últimos huracanes en serie tras los cuales quedaron viviendo en campamentos más de 300.000 personas en el área rural, destruidos sus hogares.
Los problemas políticos crónicos, las contradicciones entre líderes de facciones, las penurias y las carencias, la falta de recursos, habían hecho que el Estado haitiano no pudiera afrontar los graves problemas de seguridad nacional, y dejara los asuntos de orden público en manos de una policía internacional al mando de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH), a cargo de lidiar con el narcotráfico, con las pandillas juveniles violentas y con los secuestros, tres grandes males del país.
Ahora, el jefe de esa misión, el diplomático tunecino Hédi Annabi, con el que me entrevisté largamente en su despacho del quinto piso del Hotel Christopher, su cuartel general, ha muerto al derrumbarse el edificio entre cuyas ruinas quedaron atrapados decenas más de miembros de la MINUSTAH. Sus palabras, al terminar la entrevista, cuando le pregunto por el fin de la misión que encabeza, fueron, como consigno en mi reportaje: "Habrá que irse, pero irse para no regresar".
Es decir, irse cuando el gobierno del presidente René Préval hubiera conseguido los elementos de estabilidad suficientes, cuando existiese un nivel aceptable de consolidación de las instituciones y de funcionamiento pacífico del Parlamento, cuando el sistema judicial dejara de ser el remedo que es, cuando el Estado pudiera asumir las funciones policiacas, incluido el control de las cárceles. Todo esto estaba previsto que fuera revisado en el año 2011. ¿Y ahora?
El terremoto resquebraja las posibilidades de conseguir un gobierno estable y consolidar la existencia de un Estado nacional, capaz de organizar la Administración pública y de tener poder coercitivo. En semejantes circunstancias, la palabra soberanía se borra por sí misma.
El gobierno no ha podido siquiera, en estas condiciones trágicas, ejercer el control del aeropuerto internacional de Puerto Príncipe, en manos ahora de Estados Unidos, ya no se diga ejercer el control de la ayuda humanitaria. A los 8.000 soldados de la MINUSTAH se han agregado ya 10.000 más de Estados Unidos, que se quedarán cuanto sea necesario, según declaraciones de la Casa Blanca.
Para Washington, además, las emigraciones masivas desde Haití son consideradas un problema de su propia seguridad nacional, y buscará evitar que se den nuevas avalanchas de expatriados hacia su territorio.
Lo peor falta aún por venir, con millones de hambrientos, sin electricidad ni agua potable, sin viviendas, sin hospitales ni escuelas.
Los reflectores fijados hoy sobre Haití se apagarán necesariamente, y las cámaras de televisión se irán reclamadas por otros asuntos sensacionales en el mundo. Toda ayuda humanitaria es temporal, y llegará un momento en que para los países que han acudido en auxilio de Haití se acabará la situación de emergencia. Pero el país seguirá impotente, inválido, destruido, y sin posibilidad ninguna de subsistir por sus propios medios. Ésta es una tragedia aún mayor, la del olvido.
Es entonces cuando habrá que escuchar a Haití, esa tierra doliente y sombría.
(El País, Madrid)