Hay un imperativo categórico en la izquierda que se llama “unidad”. Parece un valor a priori. Nadie lo discute. No se pregunta: ¿Unidad, para qué? No se habla del alto costo que causa la unidad -- o más bien la de cualquier manera infructuosa búsqueda de la unidad.
La izquierda, en su historia, ha pagado costos elevadísimos en el altar de la santa unidad. Costo de pluralismo. Costo de creatividad. Costo de tolerancia. Costo de libertad. Hasta costo de vidas.
En nombre de la unidad de la izquierda se ha regañado, marginado, reprimido, excomulgado, encerrado en cárceles o manicomios, y hasta fusilado a compañeros que han profesado ideas que otros --las mayorías, los más fuertes, los más decididos, los menos propensos a dudas, los más poderosos y los menos escrupulosos dentro de a izquierda-- consideraban y decretaron lesivos para la unidad. Si no, pregunten a los combatientes internacionalistas en la guerra civil española que no eran comunistas. O pregunten a los comunistas que estaban en minoría en unidades dominadas por los anarquistas. O pregunten a los comunistas dentro de los sindicatos alemanes gobernados por socialdemócratas. O que les cuenten los socialdemócratas en Alemania Oriental opuestas a la forzada fusión de su partido con los comunistas para formar el temible Partido Socialista de Unidad (!!), el temible SED, arquitecto del muro de Berlin…
En nuestra reciente historia, me consta que el FMLN de la guerra ha sido más fuerte, más creativo, más eficiente cuando había menos unidad y más pluralismo, incluso más competencia, entre sus organizaciones y tendencias integrantes. Por más unitario que se hizo el FMLN (un una época durante la guerra y, sobre todo, en la actualidad), menos se sintieron cómodos en su interior las mentes creativas y críticas, y menos hubo debate, tolerancia, elaboración teórica.
A lo mejor es al revés que la cosa adquiere sentido: No es la unidad que hace fuerte a las izquierdas, sino la pluralidad. No es la unidad que libera energía y creatividad, sino la pluralidad y la competencia.
Y hago un paso más allá en territorio desconocido: ¿Quién dice que las diferentes tendencias de la izquierda son partes de un conjunto con fines e intereses compartidos, de un todo destinado de estar unido? ¿Destinado por quién? ¿No será posible que, al contrario, las contradicciones entre las izquierdas no son sobre métodos y medios, sino sobre visiones, objetivos, fines, utopías? ¿No será que tenemos diferentes sueños, que queremos construir diferentes mundos?
¿Qué tenían en común un guerrillero comunista graduado en Moscú, que soñaba con un paraíso soviético, con un guerrillero campesino cristiano, que soñaba con un mundo solidario y sin represión, o con un guerrillero estudiante, que soñaba con Woodstock o con una revolución cultural al estilo del mayo de Paris, Berkley, Praga y Berlin? Tenían en común un enemigo que estaba empeñado en matarlos a los tres. Tenían en común las armas. Al deponerlas y al desistir el enemigo en su empeño de asesinarlos, lo más lógico para ellos no era construir una unidad partidaria con ideología única, sino más bien que cada uno tratara a perseguir su sueño. No como individuo, pero tampoco como militante número 12345 en un partido que en la paz se mantiene igualmente vertical que en la guerra. Perseguir su sueño libremente asociado con los que lo comparten...
Estuve convencido en el 1992 --y lo estoy aun más hoy-- que lo mejor que hubiera podido hacer el FMLN en este momento crucial de la transición de guerra a paz era disolverse y dejar espacio para que cada una de las tendencias en su interior busque en el resto de la sociedad similares, homólogos, aliados para formar movimientos o partidos civiles. No civil igual a desarmado, sino civil igual a cívico, horizontal, compuesto por ciudadanos, internamente democrático. Concientemente disolverse hubiera sido mejor que el tortuoso proceso de disputas por el poder y por la verdad, de depuración, de expulsiones, de mutuas acusaciones de traición que le tocó a las izquierdas salvadoreñas al nunca cuestionar el imperativo de la unidad. Y todavía le sigue tocando...
A lo mejor hubieran surgido varios partidos fuertes, vitales, novedosos: uno socialdemócrata, uno comunista, uno socialcristiano, uno tal vez incluso liberal-democrático, con sus contradicciones, con sus coincidencias, cada uno con su personalidad, cada uno con su manera de hacer alianzas.
A lo mejor nos hubiéramos evitado el estéril bipartidismo con su polarización y su tendencia a la ingobernabilidad. A lo mejor hubiéramos construido una sociedad realmente pluralista, con cuatro o cinco o seis partidos fuertes que cubren todo el espectro ideológico sin vacíos, y con múltiples opciones de concertar coaliciones o alianzas. Asia funciona en otros países realmente plurales: Dependiendo de la coyuntura, dependiendo de los problemas de fondo que tiene que resolver la sociedad en un momento histórico dado, se forman diferentes coaliciones. Coaliciones de todas las izquierdas para hacer reformas sociales. Coaliciones de todas las derechas para recuperar la productividad. Coaliciones entre socialdemócratas y liberales para reforzar o reanudar la institucionalidad. Coaliciones entre todos para salvar el sistema de pensiones o para facilitar una reforma profunda de salud...
A lo mejor, incluso, una buena parte de los mejores cuadros y mentes y luchadores sociales de la guerrilla y del movimiento popular, en la transición hacia la paz, no se hubiera dedicado a construir partidos, sino en construir ciudadanía. A construir una sociedad civil menos dependiente de direcciones partidarias y clasificaciones ideológicas. A reconstruir un auténtico movimiento sindical que no sirve de fachada para partidos. A regresar a la universidad para volver a darle la función de conciencia crítica, laboratorio científico y caldo de creatividad del país.
Para proyectar estas reflexiones al momento actual: Es mucho más importante que las izquierdas --cada una-- desarrollen su propia personalidad que la búsqueda de la maldita unidad donde la mayoría (o la burocracia que dice representar las mayorías) reprime a las minorías. Es mucho más importante que las izquierdas aprendan a competir entre ellas y a hacer alianzas con fuerzas fuera de la izquierda. La unidad, por lo menos en un sentido ideológico, romantizado y canonizado, es más bien un obstáculo.
La izquierda, en su historia, ha pagado costos elevadísimos en el altar de la santa unidad. Costo de pluralismo. Costo de creatividad. Costo de tolerancia. Costo de libertad. Hasta costo de vidas.
En nombre de la unidad de la izquierda se ha regañado, marginado, reprimido, excomulgado, encerrado en cárceles o manicomios, y hasta fusilado a compañeros que han profesado ideas que otros --las mayorías, los más fuertes, los más decididos, los menos propensos a dudas, los más poderosos y los menos escrupulosos dentro de a izquierda-- consideraban y decretaron lesivos para la unidad. Si no, pregunten a los combatientes internacionalistas en la guerra civil española que no eran comunistas. O pregunten a los comunistas que estaban en minoría en unidades dominadas por los anarquistas. O pregunten a los comunistas dentro de los sindicatos alemanes gobernados por socialdemócratas. O que les cuenten los socialdemócratas en Alemania Oriental opuestas a la forzada fusión de su partido con los comunistas para formar el temible Partido Socialista de Unidad (!!), el temible SED, arquitecto del muro de Berlin…
En nuestra reciente historia, me consta que el FMLN de la guerra ha sido más fuerte, más creativo, más eficiente cuando había menos unidad y más pluralismo, incluso más competencia, entre sus organizaciones y tendencias integrantes. Por más unitario que se hizo el FMLN (un una época durante la guerra y, sobre todo, en la actualidad), menos se sintieron cómodos en su interior las mentes creativas y críticas, y menos hubo debate, tolerancia, elaboración teórica.
A lo mejor es al revés que la cosa adquiere sentido: No es la unidad que hace fuerte a las izquierdas, sino la pluralidad. No es la unidad que libera energía y creatividad, sino la pluralidad y la competencia.
Y hago un paso más allá en territorio desconocido: ¿Quién dice que las diferentes tendencias de la izquierda son partes de un conjunto con fines e intereses compartidos, de un todo destinado de estar unido? ¿Destinado por quién? ¿No será posible que, al contrario, las contradicciones entre las izquierdas no son sobre métodos y medios, sino sobre visiones, objetivos, fines, utopías? ¿No será que tenemos diferentes sueños, que queremos construir diferentes mundos?
¿Qué tenían en común un guerrillero comunista graduado en Moscú, que soñaba con un paraíso soviético, con un guerrillero campesino cristiano, que soñaba con un mundo solidario y sin represión, o con un guerrillero estudiante, que soñaba con Woodstock o con una revolución cultural al estilo del mayo de Paris, Berkley, Praga y Berlin? Tenían en común un enemigo que estaba empeñado en matarlos a los tres. Tenían en común las armas. Al deponerlas y al desistir el enemigo en su empeño de asesinarlos, lo más lógico para ellos no era construir una unidad partidaria con ideología única, sino más bien que cada uno tratara a perseguir su sueño. No como individuo, pero tampoco como militante número 12345 en un partido que en la paz se mantiene igualmente vertical que en la guerra. Perseguir su sueño libremente asociado con los que lo comparten...
Estuve convencido en el 1992 --y lo estoy aun más hoy-- que lo mejor que hubiera podido hacer el FMLN en este momento crucial de la transición de guerra a paz era disolverse y dejar espacio para que cada una de las tendencias en su interior busque en el resto de la sociedad similares, homólogos, aliados para formar movimientos o partidos civiles. No civil igual a desarmado, sino civil igual a cívico, horizontal, compuesto por ciudadanos, internamente democrático. Concientemente disolverse hubiera sido mejor que el tortuoso proceso de disputas por el poder y por la verdad, de depuración, de expulsiones, de mutuas acusaciones de traición que le tocó a las izquierdas salvadoreñas al nunca cuestionar el imperativo de la unidad. Y todavía le sigue tocando...
A lo mejor hubieran surgido varios partidos fuertes, vitales, novedosos: uno socialdemócrata, uno comunista, uno socialcristiano, uno tal vez incluso liberal-democrático, con sus contradicciones, con sus coincidencias, cada uno con su personalidad, cada uno con su manera de hacer alianzas.
A lo mejor nos hubiéramos evitado el estéril bipartidismo con su polarización y su tendencia a la ingobernabilidad. A lo mejor hubiéramos construido una sociedad realmente pluralista, con cuatro o cinco o seis partidos fuertes que cubren todo el espectro ideológico sin vacíos, y con múltiples opciones de concertar coaliciones o alianzas. Asia funciona en otros países realmente plurales: Dependiendo de la coyuntura, dependiendo de los problemas de fondo que tiene que resolver la sociedad en un momento histórico dado, se forman diferentes coaliciones. Coaliciones de todas las izquierdas para hacer reformas sociales. Coaliciones de todas las derechas para recuperar la productividad. Coaliciones entre socialdemócratas y liberales para reforzar o reanudar la institucionalidad. Coaliciones entre todos para salvar el sistema de pensiones o para facilitar una reforma profunda de salud...
A lo mejor, incluso, una buena parte de los mejores cuadros y mentes y luchadores sociales de la guerrilla y del movimiento popular, en la transición hacia la paz, no se hubiera dedicado a construir partidos, sino en construir ciudadanía. A construir una sociedad civil menos dependiente de direcciones partidarias y clasificaciones ideológicas. A reconstruir un auténtico movimiento sindical que no sirve de fachada para partidos. A regresar a la universidad para volver a darle la función de conciencia crítica, laboratorio científico y caldo de creatividad del país.
Para proyectar estas reflexiones al momento actual: Es mucho más importante que las izquierdas --cada una-- desarrollen su propia personalidad que la búsqueda de la maldita unidad donde la mayoría (o la burocracia que dice representar las mayorías) reprime a las minorías. Es mucho más importante que las izquierdas aprendan a competir entre ellas y a hacer alianzas con fuerzas fuera de la izquierda. La unidad, por lo menos en un sentido ideológico, romantizado y canonizado, es más bien un obstáculo.