"Todos los muertos en las comunidades, sean por obra de las pandillas o por obra de la guerra contra las pandillas, son recordados en soledad. Los cubre un manto de silencio, creado por una mezcla de miedo y pena. Nadie habla de esto con sus vecinos, mucho menos en público. Y quienes lo hacen, quedan marcados como personas que pueden ser las próximos víctimas."
El audio en la voz del autor: LOS MUERTOS.mp3
A los salvadoreños no les alcanzan las lágrimas -ni la compasión- para llorar a todos sus muertos. Estudiantes, maestros, curas asesinados por los escuadrones de la muerte, la Guardia, los Batallones Especiales. Oscar Arnulfo Romero. Los niños de El Mozote y el rio Sumpul. Los padres jesuitas. Civiles asesinados por comandos guerrilleros. Antonio Rodríguez Porth. Soldados y guerrilleros caídos en combate. Fallecidos de los terremotos. Los miles de víctimas de las pandillas. Desaparecidos que nunca fueron encontrados. Pandilleros e inocentes muertos por grupos de exterminio. Cientos de cadáveres que sacan de los penales, víctimas del régimen de excepción...
Hoy, 2 de noviembre, se llenan los cementerios de salvadoreños recordando a sus muertos. Cada uno a los suyos, los más cercanos. Casi nadie, tratando de honrar a todos, haciendo memoria incluso para los desconocidos y olvidados.
Hace unos años, en el Centro de Arte para la Paz en Suchitoto, se hizo para esta fecha del Día de los Muertos una exposición llamada “Altares en Memoria”. Una artista visitó a decenas de casas en los diferentes cantones y caseríos del pueblo, invitando a las familias de armar, de cajas de cartón, altares para rendir memoria a sus muertos. El día 2 de noviembre, la capilla del Centro de Arte para la Paz amaneció con más de 100 altares, con las fotos de los muertos, muchos de ellos en la guerra, con objetos relacionados con ellos, con dibujos de los nietos. Una señora, cuya hija había sido secuestrada y desaparecida, no tenía ninguna foto de ella, pero tenía guardado el vestido que estrenó a los quince años. La foto de este vestido se convirtió en el centro del altar en memoria a la niña, en un silencioso pero poderoso testimonio de una vida truncada antes de ser vivida.
La exposición de los altares se convirtió en un evento de memoria colectiva de las comunidades de Suchitoto. Los vecinos desfilaron para reconocer a los muertos de su comunidad, las madres lloraron juntas, se compartieron historias antes encerradas en el corazón de cada uno. Fue una catarsis para muchos sobrevivientes de la guerra, un ejemplo valioso de memoria que ayuda a sanar...
El país debería tener cientos de eventos de este tipo. Pero lamentablemente, siguen siendo la excepción. Cada uno con su memoria. El dolor no compartido aísla a las personas y tiende a destruirlas.
El ejemplo de la exposición de altares de Suchitoto muestra que la memoria compartida ayuda a crear comunidad y resiliencia.
Todos los muertos en las comunidades, sean por obra de las pandillas o por obra de la guerra contra las pandillas, son recordados en soledad. Los cubre un manto de silencio, creado por una mezcla de miedo y pena. Nadie habla de esto con sus vecinos, mucho menos en público. Y quien lo hace, como las madres que siguen buscando a sus desaparecidos o las otras madres que hacen fila frente a los portones de las cárceles para preguntar por su hijos, o como las que van a marchas para exigir información sobre muchachos detenidos – todos ellas quedan marcadas como personas que pueden ser las próximos víctimas. Deberían recibir solidaridad, pero son aisladas como si fueran leprosas.
Así, condenado cada uno de llevar su dolor en silencio, las heridas jamás van a sanar – y el país no se va a recuperar de los lados oscuros de su historia, sea de la guerra, de la violencia de las pandillas o de la represión militar o policial del pasado y del presente.
Son mis pensamientos para hoy, 2 de noviembre, Día de los Muertos.
Saludos,
Hotel Alameda
(enero 1981)
Ya han pasado dos semanas de mi regreso de Santa Rosa de Lima. Me pongo inquieto, no tengo claro cómo seguir. He salido todos los días a tomar fotos, a veces con Harry Mattison, a veces con otros reporteros, en la capital y sus alrededores. Principalmente, tomamos fotos a muertos mutilados. Lo más lejos que he llegado es a Suchitoto, un pueblo fantasma, a una hora de San Salvador. Tuve una experiencia de la séptima dimensión en la casa de Alejandro Cotto, el hermano del jefe de COPREFA. A la orilla de un pueblo profundamente golpeado por la guerra y aislado del resto del país, este señor nos recibe en una casa que parece, igual que el dueño, como parte de una película de Fellini. Publicista, cineasta, poeta, abiertamente gay, rodeado de objetos de arte y arqueología, citando poemas y hablando peste de la chusma inculta que ha quedado en este pueblo, que antes, según él, era la cuna de grandes líderes y amantes del arte. Hay que reconocer: cuando todos se fueron y el pueblo se llenó de desplazados de los cantones, este hombre decidió quedarse en su burbuja…
Alejandro Cotto en su casa en Suchitoto (Foto: Paolo Luers |
Necesito rehacer el contacto con los compas. Les he mandado reportes diarios. Los mando vía Frankfurt, gracias al telex de la UPI. Raúl Bonilla me dio la llave de la oficina en el Camino Real, para poder usar el telex y el laboratorio de fotos en la noche. La Venceremos ha retomado varios de mis reportajes, que desde Frankfurt llegan al COMIN en Managua, y desde Managua los mandan por radiocomunicación a Morazán. De repente soy el corresponsal de la Venceremos en San Salvador, y como tal necesito discusión, orientación, rumbo.
Decido ir al Hotel Alameda.
Hotel Alameda en Alameda Roosevelt, San Salvador |
El Alameda es un hotel que ha visto mejores tiempos, igual que la colonia Flor Blanca, donde está situado, con sus mansiones, construidas por las familias más poderosas del país, pero que ya no viven en este sector pegado al centro de la ciudad. Las mansiones ahora albergan pensiones, burdeles, comedores y oficinas. La mitad del hotel se quemó y nunca fue reconstruido. Pero el Alameda sigue teniendo su encanto.
Entro al pequeño lobby y voy directamente a la recepción. Dos hombres están sentados detrás del counter. Trato de imaginarme quien de los dos puede ser el contacto de emergencia que Gustavo me ha dado: ¿El gordito con cara de contador, o el alto con cara de profesor de matemática?
Escojo al matemático. No puedo decir en seco la ridícula frase clave. Pregunto por los precios de los cuartos, por servicios de taxi, si tienen telex. Recibo respuestas profesionales. “¿Acaso tienen un cuarto con jacuzzi?” El que reacciona es el contador: “No, señor.” Y algo en su mirada me hace voltear. En un rincón a la par de la entrada hay un grupo de sillones. En uno de ellos está sentado Yderín, el hombre que cayó preso el 10 de enero, lo que nos obligó a abandonar la casa de Melitón Barba en la Layco al día siguiente.
"Yderín," Nelson Arrieta, cineasta venezolano |
Yderín está vestido como siempre, igual como anduvo en Berlin y como me lo encontré en San Salvador: liviano saco beige y designer jeans, todo con un toque de inglés en el trópico. A la par de él, 4 hombres que igual podrían haberse puesto rótulos que dicen: policía secreta.
Yderín me tiene a plena vista, pero no reacciona. Por tanto, tampoco reacciono yo. Sigo platicando con el contador y el matemático, sobre cualquier cosa que se me ocurre. “La verdad es que no le puedo ayudar, señor”, me dice el contador y comienza a marcar un número en su teléfono, para cerrar la conversación. Le doy las gracias y salgo de hotel. Veo una gran tristeza en la cara de Yderín.
No me entregó. Ni al contador. Con su mirada me dice: “Ya me fregaron. Filmar esta revolución queda en tus manos.”
Meses después, cuando Yderín al fin ha sido entregado a la embajada venezolana y regresado a su país, él manda un informe a Managua. No lo torturaron, pero optó por ofrecerles colaboración. Les dio cualquier tipo de información que se dio cuenta, por las preguntas, que ya la tenían. Le repetían una y mil veces preguntas sobre el Alameda, porque sabían que allí estuvo hospedado antes de ocupar la casa de Melitón. Les dijo que en el Alameda los compas sabían poner citas, siempre a la hora del almuerzo, y les ofreció ir con ellos al hotel y señalar sus contactos, en caso de que aparecieran. Pero no entregó a nadie.
En la siguiente entrega, el martes 5 de noviembre:
Capítulo 5: Siemens (1981)