domingo, 27 de enero de 2019

Venezuela y nuestras elecciones. Columna Transversal

Los periodistas, los políticos, y todos los que generamos opinión pública tenemos que cuidar bien los términos que usamos para describir eventos, porque muchas veces con solo utilizar palabras equivocadas, cambiamos el significado de los eventos.

En los noticieros y en las notas de prensa sobre la actual crisis constitucional venezolana están hablando de que el presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó “se autoproclamó presidente interino”. También escuché que de repente hay dos presidentes, porque “el rival político y opositor Guaidó se autoproclamó presidente interino”.

Seamos más precisos en las palabras que escojamos. Juan Guaidó no se “autoproclamó” presidente. Lo que hizo es asumir la responsabilidad que la Constitución dicta al presidente de la Asamblea en caso de ausencia de un presidente legítimamente electo. En este caso, la Constitución venezolana dicta que el presidente del Órgano Legislativo tiene que encargarse del Poder Ejecutivo y convocar elecciones libres dentro de un mes para restablecer el orden constitucional. Y no es Juan Guaidó como persona —y mucho menos en su calidad de “rival de Maduro” o de “opositor al régimen chavista”— quien determinó que Maduro no es presidente legítimamente electo para otro período presidencial, sino la Asamblea Nacional, el único órgano constitucional legítimamente establecido en Venezuela.

Tampoco ha sido Juan Guaidó quien para asumir el Poder Ejecutivo de forma interina invocó los artículos de la Constitución respectivos, sino que ha sido la Asamblea Nacional, en cumplimiento de sus facultades constitucionales.

En este contexto, hablar de que un “rival opositor” se autoproclamó presidente de Venezuela, trivializa el serio problema que enfrenta ese país. Y pinta una imagen equivocada. Juan Guaidó, aunque es miembro de uno de los partidos opositores que en su conjunto en las elecciones de 2015 ganaron la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional, no es “rival de Nicolás Maduro”. Es un diputado a cuyo partido Voluntad Popular, gracias al acuerdo entre los partidos opositores sobre la rotación en la presidencia de la Asamblea, le tocó asumirla para el último año de la legislatura. Y le tocó a Guaidó porque el régimen de Maduro ha logrado sacar de circulación toda las plana mayor de este partido: su presidente, Leopoldo López, está cumpliendo una condena por haber convocado las manifestaciones nacionales de 2014; y los que asumieron el liderazgo, Carlos Vecchio y Freddy Guevara, tuvieron que exiliarse en 2015 y 2017, respectivamente, para no compartir la misma suerte. Los tres, igual que los líderes de otros partidos opositores (Henrique Capriles, Julio Borges, Henry Falcón, Henry Ramos Allup, María Corina Machado…) son “rivales de Maduro” y serían posibles candidatos a la presidencia, si se lograra convocar elecciones libres. Juan Guaidó no tiene ningunas pretensiones de convertirse en presidente. Simplemente, y a pesar del visible miedo a las consecuencias, asumió la responsabilidad que la Constitución y su cargo como presidente de la Asamblea Nacional le impone.

Siendo las cosas así, y no como sugieren los términos que tan ligeramente se usan, hay que interpretar bien las decisiones que han tomado los diferentes gobiernos del Hemisferio (y más allá de las Américas) frente a la crisis constitucional venezolana. Los gobiernos no han tenido que escoger entre dos presidentes, reconocer al gobernante “de facto” Nicolás Maduro o al “autoproclamado” Juan Guaidó. No, los gobiernos han tenido que escoger entre dos opciones: reconocer y apoyar un régimen dictatorial ilegítimo, o apoyar el restablecimiento de la democracia vía elecciones libres. Esta es la disyuntiva que enfrentaron los presidentes de todo el mundo. La gran mayoría de los países, reconociendo que fue legitimo que el presidente de la Asamblea Nacional asumiera el poder interino, apostó por el restablecimiento de la democracia en Venezuela mediante elecciones libres. Una minoría, a la cual lamentablemente se inscribió el gobierno salvadoreño, optando por reconocer y apoyar al gobierno de facto de Maduro, bloquea la única salida posible y legítima: elecciones libres.

Habiendo dicho todo esto, queda claro que la crisis constitucional de Venezuela no la podemos discutir como un problema más de la política exterior de nuestro país. Nos plantea un desafío mucho más de fondo, y exige a los dirigentes políticos (y potenciales presidentes) posiciones y decisiones que tienen que ver directamente con la visión que cada uno tenga del país, de la democracia y del compromiso con los Derechos Humanos, el orden constitucional y el respeto a los poderes del Estado. Quienes dudan en reconocer el derecho y el deber del parlamento de aplicar la Constitución en caso que los demás poderes del Estado hayan perdido su legitimidad, en Venezuela como en El Salvador, no deben gobernar nuestro país. Por esto estamos exigiendo posiciones claras e inequívocas a todos los candidatos a la presidencia y vicepresidencia. No solo por solidaridad con los venezolanos, sino también para curarnos en salud aquí en El Salvador.

La pregunta es: ¿Cómo actuaría aquí un presidente a quien le tocaría gobernar con una Asamblea donde sus adversarios no solo tienen mayoría absoluta, sino mayoría calificada que les permitirá neutralizar cualquier veto presidencial?