Pasé en Costa Rica por un mes, visitando a mi esposa, conociendo la costa caribeña, y observando la campaña electoral en su recta final. No había mucho que observar, me sorprendió la tranquilidad, la falta de angustias y agresiones, la ausencia de barras armadas de banderas. Vaya, pensé: Estos ticos no sufren de esta enfermedad nuestra de siempre, ante cualquier elección, sentir que todo está en juego y en peligro, que el país se va al barranco cuando gane el otro…
Había
13 candidatos a presidente, pero todos sabían que era una carrera entre
cuatro: los candidatos de los dos partidos de la tradición
bipartidista; el candidato del partido sorpresa que en última elección
le había arrebatado el poder al bipartidismo; y un candidato ‘bully’
predicando la antipolítica mezclada con mano dura y su cruzada contra la
corrupción, que tenía a medio mundo asustado. No mucho, porque todos me
decían: incluso si este ‘bully’ llegara a colarse en la segunda ronda,
todos se van a unir contra él, y nada esencial va a cambiar. Con los
partidos institucionales, que en vez de dos ahora son tres (el
gobernante Acción Ciudadana, de centroizquierda; más Liberación Nacional
y los Socialcristianos, que marcan dos versiones de centroderecha) no
puede haber cambios radicales.
Hasta que un día, en media de la recta
final de la campaña, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dio una
sentencia que obliga a Costa Rica a permitir el matrimonio entre dos
hombres o dos mujeres. Se despertaron los ticos de su apatía electoral, y
comenzó un debate apasionado, en el cual ya no cabían los temas y los
problemas centrales que antes se discutían de manera civilizada. El tema
único a partir de ese momento: el matrimonio gay, los ‘valores
tradicionales’ versus los derechos civiles, familia versus perversión,
dictados religiosos contra cultura de tolerancia y respeto a diversidad…
Explotó el coctel molotov hecho de la
mezcla de política y religión. En medio de esta conmoción, los 4
candidatos que podían llegar a la segunda ronda, se sintieron obligados a
tomar posición. Los dos candidatos de centroderecha, Antonio Álvarez
(Liberación), Rodolfo Piza (Socialcristianos) y el ‘bully’ de la
antipolítica, el abogado Juan Diego Castro, todos dijeron: Estamos en
contra del matrimonio gay, pero es una sentencia que de alguna manera
Costa Rica tendrá que cumplir. El candidato socialdemócrata Carlos
Alvarado, siendo el único que siempre ha estado a favor de liberalizar
la legislación y permitir el matrimonio gay, manifestó su satisfacción.
Pero de repente surgió un quinto: el pastor evangélico Fabricio
Alvarado. Nadie lo había tomado en cuenta ni en debates ni en encuestas,
su partido con el nombre patético de Restauración Nacional ni siquiera
tiene cuadros políticos o profesionales para cubrir ministerios, su
esposa se había hecho famosa con un video viral hablando en lenguas en
un culto. Pero fue el único que en esta situación dijo: Jamás voy a
aceptar el matrimonio gay, prefiero que Costa Rica salga del sistema
interamericano antes de aceptar este pecado.
Y en Costa Rica, el país pluralista de la
civilidad y tolerancia, este predicador evangélico fue catapultado al
estrellato y terminó ganando la primera ronda. Por lógica, el otro
candidato que creció, y quien también llegó a la segunda ronda, fue el
que representa la posición opuesta, respaldando la sentencia. Los otros
tres candidatos, teniendo posiciones wishi-washi, de “sí, pero no” y
“no, pero sí”, se hundieron. El tema del matrimonio gay con todas las
pasiones religiosas que despierta, había desplazado el tema central de
Costa Rica, su crisis fiscal, y catapultó a la “pole position” para la
carrera final a un predicador ultra radical, quien no habla de finanzas
públicas ni economía, sino solo de “restauración” nacional y de valores
tradicionales.
Ahora viene una campaña final que
obviamente será entre conservadurismo religioso y cultura liberal de
tolerancia y pluralidad. Ahora les toca a los ticos, en vez de buscar
consensos sobre como resolver su crisis fiscal, buscar una mayoría para
defender sus tradiciones democráticas contra un retroceso político y
cultural. Las cúpulas de los partidos de centroderecha tienden a
negociar un pacto con el predicador, aspirando a llenar ellos el vacío
de gobernabilidad de un gobierno dirigido por un predicador sin partido.
Los jóvenes, los intelectuales, los artistas, independientemente de sus
tendencias ideológicas-políticas, van a movilizarse para defender las
libertades culturales sin los cuales no podrán respirar. Lo que viene no
será una batalla entre izquierda y derecha, sino entre dos culturas,
una abierta y liberal y la otra cerrada y autoritaria.
Y de repente, contra todos los pronósticos, sí está en juego la esencia de Costa Rica. Estado laico versus fundamentalismo religioso.
(MAS! / El Diario de Hoy)