El siguiente artículo de Joschka Fischer fue publicado el 24 de marzo en el semanario alemán Die Zeit. Fischer fue fundador del partido ecologista aleman Los Verdes y ministro de relaciones internacionales en el gobierno de la coalición socialdemocrata-verde de Gerhard Schröder.
La todopoderosa China no logra resolver el problema tibetano a su favor. Por décadas el gobierno central chino creyó poder resolver el problema tibetano con una mezcla de represión violenta, migración forzada y dominación cultural. Resulta que esto fue un error.
Porque a pesar de la política represiva de Pekín, el Tíbet, en todo el período desde la invasión por el ejército popular chino, nunca se pacificó. La voluntad de los tibetanos a lograr su autodeterminación simplemente resultó inquebrantable.
Reducir la lucha de los tibetanos por su libertad a las actividades del exilio y de países enemigos, así como lo hace la propaganda china, sólo dará larga al mismo error. Y esto a pesar de que los números indicarían que la causa de los tibetanos está perdida. 6 millones de tibetanos enfrentan a una población china residente en el Tíbet de ya más de 7.5 millones de tibetanos, y a un total de chinos de 1,300 millones.
China es una potencia mundial en crecimiento y además una potencia nuclear, miembro permanente de Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Ya es la fabrica de la economía mundial, y mañana será una de las economías nacionales más grandes y dominantes del mundo. Sin embargo, no ha podido resolver a su favor el problema tibetano.
La razón: La política china, en los ojos de la mayoría de los tibetanos, carece de legitimidad. El carácter del poder ha cambiado en el siglo 21. El poder por si solo hoy ya no puede generar suficiente legitimidad.
Rusia hizo esta experiencia en el Caucasos (y sigue haciéndola), los Estados Unidos en el Irak – y China en el Tíbet. Un poder superior puede forzar tranquilidad por un tiempo incluso prolongado, pero sin una solución política basada en el consenso de los afectados, los conflictos suprimidos siempre explotarán nueva y violentamente.
La política china apunta a una asimilación cultural y, por lo tanto, destrucción de la cultura e identidad tibetana. Los tibetanos serán convertidos, en su propio país, en una minoría tolerada, cuya cultura gradualmente será cosa del pasado y adquirirá carácter museal. Es precisamente contra esta finalidad que se dirige la resistencia tibetana.
El liderazgo chino debería entender que su política actual no puede generar una solución al conflicto. Sólo amarrando el principio de la integridad territorial de China con un fuerte status de autonomía del Tíbet puede alcanzarse una solución política. Esto lo sabe tanto el gobierno chino como el Dalai Lama. Sin embargo, hay tres puntos que impiden que la dirigencia china corrija el rumbo de su política tibetana.
Primero, la dirigencia china teme el impacto democratizador que una nueva política china en el Tíbet generaría en el resto de su reino. Desde la represión del movimiento democrático de la plaza Tiananmen, en junio del 1989, cualquier movimiento democratizador es una pesadilla para el gobernante Partido Comunista. Pero al mismo tiempo la política china de modernización resulta siendo el talón de Aquiles que está generando elementos democratizadores y los correspondientes temores del partido. La política de modernización día a día está minando el régimen del partido único.
Segundo, el gobierno central chino está preocupado por la cohesión y unidad de China. Si hace concesiones en el caso del Tíbet, el gobierno chino teme una avalancha de movimientos secesionistas en las periferias del reino. El Dalai Lama y el gobierno tibetano en el exilio están siendo vistos desde Pekín como instrumentos de potencias extranjeras que quieren nuevamente dividir y debilitar China. Para la dirigencia china, el problema de la libertad religiosa está íntimamente ligado con el problema de la democracia. El Partido Comunista no está dispuesto a reconocer ninguna autoridad religiosa fuera de su control.
Tercero, la dirigencia comunista tiene total conciencia de los problemas internos en China y de los riesgos que implican. China necesita, por un período largo, un crecimiento económico de más o menos 10%, para poder controlar las contradicciones internas de su política de modernización, y para mantener la dominación del Partido Comunista.
A pesar de una política exitosa de crecimiento, últimamente se intensifican en China los señales de protesta social y rebeliones regionales. Si China perdería la capacidad de garantizar el necesario crecimiento económico, ¿qué consecuencias tendría para la cohesión de China como estado central?
La dramática brecha social entre ricos y pobres, los inmensos problemas ecológicos, la omnipresente corrupción, la brecha regional entre las provincias pobres en el centro y el occidente del reino en comparación con la riqueza de las provincias de la costa este, no sólo pondrían en peligro la dominación del Partido Comunista, sino incluso la unidad del gigantesco país.
Las razones y los temores que llevan a China a mantener su política represiva frente al Tíbet son entendibles, pero de ninguna manera son aceptables. Por lo contrario, la política china en el Tíbet está causando serios daños a la política de modernización y al prestigio del país.
China es demasiado grande y poderoso para que desde afuera le pueden imponer políticas. Pero al mismo tiempo es demasiado importante para que sus vecinos y sus socios en Asia y el mundo simplemente puedan observar cómo el país se sigue enredando en sus crecientes contradicciones internas. Los boicots (si es que tienen efecto, lo que hay que poner en duda) no van a aumentar la capacidad de los chinos a recapacitar, sino más bien provocar lo contrario. Pero igualmente no existe ninguna obligación de participar en un espectáculo olímpico bastante cuestionable.
Lo que sí es de interés común es el desarrollo de esta naciente super potencia en dirección de una amplia apertura interna basada en crecientes mecanismos de buscar el balance interno de intereses. La China moderna no puede evadir el deber de hacer profundas reformas políticas y sociales. Por más que las atrasa, más caras le saldrán al país.
Por tanto, el Occidente debe mostrar igual interés en crear un contorno internacional que facilite a China el camino hacia sus reformas internas, como lo muestra en la cooperación comercial, económica y política. Para esto es indispensable la claridad de nuestra propia posición, de nuestros valores, de nuestros intereses y de nuestro lenguaje.
En este contexto, puede incluso ser que el Tíbet sea un buen ejemplo. Porque una verdadera autonomía de ninguna manera es excluyente con la unidad de un país. Tampoco son excluyentes la construcción de un estado que supere las contradicciones sociales y un estado de derecho con pluralismo partidario. Por lo menos así nos indica la experiencia europea.
¿Qué otro camino le queda a China? ¿Acaso el de la mezcla de modernización con violencia y corrupción? Esto funcionaba durante la fase comunista, antes de que se agotara la ideología revolucionaria del Partido Comunista. Hoy ya no es viable. Las contradicciones se pueden suprimir violentamente, pero algún día explotan. Y no es la primera vez que China hace esta experiencia en su historia.
(traducción del alemán: Paolo Lüers)
La todopoderosa China no logra resolver el problema tibetano a su favor. Por décadas el gobierno central chino creyó poder resolver el problema tibetano con una mezcla de represión violenta, migración forzada y dominación cultural. Resulta que esto fue un error.
Porque a pesar de la política represiva de Pekín, el Tíbet, en todo el período desde la invasión por el ejército popular chino, nunca se pacificó. La voluntad de los tibetanos a lograr su autodeterminación simplemente resultó inquebrantable.
Reducir la lucha de los tibetanos por su libertad a las actividades del exilio y de países enemigos, así como lo hace la propaganda china, sólo dará larga al mismo error. Y esto a pesar de que los números indicarían que la causa de los tibetanos está perdida. 6 millones de tibetanos enfrentan a una población china residente en el Tíbet de ya más de 7.5 millones de tibetanos, y a un total de chinos de 1,300 millones.
China es una potencia mundial en crecimiento y además una potencia nuclear, miembro permanente de Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Ya es la fabrica de la economía mundial, y mañana será una de las economías nacionales más grandes y dominantes del mundo. Sin embargo, no ha podido resolver a su favor el problema tibetano.
La razón: La política china, en los ojos de la mayoría de los tibetanos, carece de legitimidad. El carácter del poder ha cambiado en el siglo 21. El poder por si solo hoy ya no puede generar suficiente legitimidad.
Rusia hizo esta experiencia en el Caucasos (y sigue haciéndola), los Estados Unidos en el Irak – y China en el Tíbet. Un poder superior puede forzar tranquilidad por un tiempo incluso prolongado, pero sin una solución política basada en el consenso de los afectados, los conflictos suprimidos siempre explotarán nueva y violentamente.
La política china apunta a una asimilación cultural y, por lo tanto, destrucción de la cultura e identidad tibetana. Los tibetanos serán convertidos, en su propio país, en una minoría tolerada, cuya cultura gradualmente será cosa del pasado y adquirirá carácter museal. Es precisamente contra esta finalidad que se dirige la resistencia tibetana.
El liderazgo chino debería entender que su política actual no puede generar una solución al conflicto. Sólo amarrando el principio de la integridad territorial de China con un fuerte status de autonomía del Tíbet puede alcanzarse una solución política. Esto lo sabe tanto el gobierno chino como el Dalai Lama. Sin embargo, hay tres puntos que impiden que la dirigencia china corrija el rumbo de su política tibetana.
Primero, la dirigencia china teme el impacto democratizador que una nueva política china en el Tíbet generaría en el resto de su reino. Desde la represión del movimiento democrático de la plaza Tiananmen, en junio del 1989, cualquier movimiento democratizador es una pesadilla para el gobernante Partido Comunista. Pero al mismo tiempo la política china de modernización resulta siendo el talón de Aquiles que está generando elementos democratizadores y los correspondientes temores del partido. La política de modernización día a día está minando el régimen del partido único.
Segundo, el gobierno central chino está preocupado por la cohesión y unidad de China. Si hace concesiones en el caso del Tíbet, el gobierno chino teme una avalancha de movimientos secesionistas en las periferias del reino. El Dalai Lama y el gobierno tibetano en el exilio están siendo vistos desde Pekín como instrumentos de potencias extranjeras que quieren nuevamente dividir y debilitar China. Para la dirigencia china, el problema de la libertad religiosa está íntimamente ligado con el problema de la democracia. El Partido Comunista no está dispuesto a reconocer ninguna autoridad religiosa fuera de su control.
Tercero, la dirigencia comunista tiene total conciencia de los problemas internos en China y de los riesgos que implican. China necesita, por un período largo, un crecimiento económico de más o menos 10%, para poder controlar las contradicciones internas de su política de modernización, y para mantener la dominación del Partido Comunista.
A pesar de una política exitosa de crecimiento, últimamente se intensifican en China los señales de protesta social y rebeliones regionales. Si China perdería la capacidad de garantizar el necesario crecimiento económico, ¿qué consecuencias tendría para la cohesión de China como estado central?
La dramática brecha social entre ricos y pobres, los inmensos problemas ecológicos, la omnipresente corrupción, la brecha regional entre las provincias pobres en el centro y el occidente del reino en comparación con la riqueza de las provincias de la costa este, no sólo pondrían en peligro la dominación del Partido Comunista, sino incluso la unidad del gigantesco país.
Las razones y los temores que llevan a China a mantener su política represiva frente al Tíbet son entendibles, pero de ninguna manera son aceptables. Por lo contrario, la política china en el Tíbet está causando serios daños a la política de modernización y al prestigio del país.
China es demasiado grande y poderoso para que desde afuera le pueden imponer políticas. Pero al mismo tiempo es demasiado importante para que sus vecinos y sus socios en Asia y el mundo simplemente puedan observar cómo el país se sigue enredando en sus crecientes contradicciones internas. Los boicots (si es que tienen efecto, lo que hay que poner en duda) no van a aumentar la capacidad de los chinos a recapacitar, sino más bien provocar lo contrario. Pero igualmente no existe ninguna obligación de participar en un espectáculo olímpico bastante cuestionable.
Lo que sí es de interés común es el desarrollo de esta naciente super potencia en dirección de una amplia apertura interna basada en crecientes mecanismos de buscar el balance interno de intereses. La China moderna no puede evadir el deber de hacer profundas reformas políticas y sociales. Por más que las atrasa, más caras le saldrán al país.
Por tanto, el Occidente debe mostrar igual interés en crear un contorno internacional que facilite a China el camino hacia sus reformas internas, como lo muestra en la cooperación comercial, económica y política. Para esto es indispensable la claridad de nuestra propia posición, de nuestros valores, de nuestros intereses y de nuestro lenguaje.
En este contexto, puede incluso ser que el Tíbet sea un buen ejemplo. Porque una verdadera autonomía de ninguna manera es excluyente con la unidad de un país. Tampoco son excluyentes la construcción de un estado que supere las contradicciones sociales y un estado de derecho con pluralismo partidario. Por lo menos así nos indica la experiencia europea.
¿Qué otro camino le queda a China? ¿Acaso el de la mezcla de modernización con violencia y corrupción? Esto funcionaba durante la fase comunista, antes de que se agotara la ideología revolucionaria del Partido Comunista. Hoy ya no es viable. Las contradicciones se pueden suprimir violentamente, pero algún día explotan. Y no es la primera vez que China hace esta experiencia en su historia.