sábado, 11 de diciembre de 2010

El corresponsal ha muerto

Aún tengo una maleta en Berlín", cantaba Marlene Dietrich. Y yo tengo todavía cuatro latas de gasolina en Skopje. Las compré para un jeep alquilado en el que fui de Macedonia a Kosovo, inmediatamente después de que la OTAN invadiera la devastada provincia en 1999, cuando uno no se podía fiar de que las gasolineras tuvieran gasolina. Conduje aquel Lada de suspensión dura varios días, durante los que hablé con albanokosovares que habían huido por miedo al genocidio serbio y estaban regresando a casa, con sus remolques tirados por tractores abarrotados de colchones y niños; con un melancólico sacerdote serbio, el padre Theodosius, en su precioso y aislado monasterio al pie de las Montañas Malditas; y con un despiadado comandante del Ejército de Liberación de Kosovo, Ramush Haradinaj, que me hizo una confesión inolvidable, en su inglés de extraño acento mezcla de Finlandia y Birmingham: "Yo no podría ser una Madre Teresa" (después de haber sido primer ministro del Kosovo independiente durante un breve periodo, ahora se encuentra en La Haya, a la espera de un nuevo juicio por crímenes de guerra).

Aquel viaje fue caro. Como hacía la mayoría de los corresponsales en el extranjero, utilicé a un "facilitador", un periodista local que fijaba las citas, organizaba los viajes y suministraba informaciones de base, además de un intérprete. Lo pagó un periódico. Aprendí cosas de esas que solo pueden aprenderse sobre el terreno. Y no estaba solo. Alrededor de 2.700 profesionales de medios de comunicación entraron en Kosovo con las fuerzas de invasión / liberación o inmediatamente después: aproximadamente un periodista por cada 800 habitantes.

Diez años después, ¿cuántos habría allí? En un momento tan trascendental, dramático, de guerra, seguramente muchos ("Si hay sangre, tendrá titular"). Pero, en general, e incluso en países y momentos muy importantes, cada vez menos. El corresponsal, un tipo satirizado de forma incomparable por Evelyn Waugh en su novela Scoop, y ensalzado por Alfred Hitchcock en su película Enviado especial, es una especie en peligro. Solo un puñado de grandes empresas de medios, como la BBC y The New York Times, mantienen todavía redes mundiales de enviados permanentes que trabajan en lo que tradicionalmente se llaman corresponsalías.

No tiene absolutamente ningún sentido lamentarse sobre esto mientras van cayendo los whiskys en un bar de periodistas ahora desierto. Lo que necesitamos es averiguar cómo es posible conservar hoy lo que tenía de valioso la labor del corresponsal del siglo XX y cómo podemos aprovechar las fantásticas nuevas oportunidades que no existían en la era del telégrafo y el télex. Eso es lo que trata de hacer el antiguo director del servicio mundial de noticias de la BBC Richard Sambrook en un nuevo análisis muy documentado, elaborado para el Instituto Reuters de Estudios sobre Periodismo en la Universidad de Oxford, titulado Are Foreign Correspondents Redundant? (¿Sobran los corresponsales?). Menciona a un productor de televisión de Estados Unidos que dice que remontarse a las corresponsalías tradicionales en el extranjero es como preguntar "¿por qué no seguimos utilizando tabletas de arcilla?".

En mi opinión, hay tres virtudes del trabajo del corresponsal que deberíamos querer conservar y reforzar en las nuevas formas de obtención y transmisión de noticias. Son: ser un testigo independiente, honrado y, en la medida de lo posible, veraz e imparcial de los acontecimientos, las personas y las circunstancias; descifrarlos y situarlos en su contexto, explicando quién es quién, qué es qué y un poco de por qué; e interpretar lo que sucede en ese lugar concreto, en ese momento concreto, dentro de un marco histórico y comparativo más amplio. Ser testigo, descifrar, interpretar.

Para ser testigos, existen ahora fantásticos medios nuevos -el vídeo, la cámara del teléfono móvil, etcétera- que no han existido durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Por supuesto, la cámara miente muchas veces, así que siempre conviene saber quién está detrás de ella. Pero una variedad de informaciones de testigos presenciales, fragmentos de vídeo y audio, blogs y otros documentos, muchos de ellos de personas locales que hablan de verdad (a diferencia de muchos corresponsales) la lengua, puede formar un magnífico collage de pruebas de primera mano.

Si nos hubiéramos fiado solo de los corresponsales, nuestras informaciones sobre la muerte de Neda Agha-Soltan, la joven fallecida durante las manifestaciones del movimiento verde en Teherán el año pasado, habrían sido probablemente de segunda mano, y no habríamos tenido aquellas imágenes inolvidables. Sitios web como Global Voices y Global Post demuestran lo que se puede hacer cuando se juntan numerosos periodistas locales y foráneos.

Tampoco es necesariamente el corresponsal extranjero el que mejor descifra las claves locales. Con frecuencia he observado que, para esa tarea, los corresponsales se apoyan en facilitadores, intérpretes, periodistas locales y unas cuantas fuentes de confianza, y que ellos se limitan a añadir unas cuantas pinceladas de color, un armazón de clichés interpretativos (el borde del abismo, halcones y palomas) y, por supuesto, varias hipérboles. ¿Por qué no dejar que las voces locales nos hablen directamente, y completarlas con las de especialistas académicos que conocen los países en cuestión? Para eso es necesario un trabajo de edición hábil y minucioso, desde luego, pero siempre será más barato que una oficina completamente equipada en el extranjero.

La corresponsalía actual, recortada como corresponde a esta era de austeridad, consiste en un solo enviado que hace todo a la vez, corre de un sitio a otro como el sombrerero loco, intenta desesperadamente cumplir varios plazos cada día, para la web, la versión impresa, el vídeo, el audio, el tweet y el blog; el problema es que el pobre periodista tiene muy poco tiempo para investigar a fondo cada historia, y mucho menos para detenerse a reflexionar. No es casualidad que los mejores reportajes de corresponsales en el extranjero que vemos hoy estén en revistas como The New Yorker, en las que los periodistas tienen meses para elaborar un solo reportaje de gran extensión.

Lo cual nos lleva a la tercera dimensión: la interpretación. Para esta tarea, es útil que quien lea y piense sobre el cómo y el porqué sea alguien que sea ya un poco veterano, que haya visto cosas en distintos lugares y momentos. Esa persona puede comparar, sopesar, evaluar, restablecer el sentido de la proporción y la importancia histórica (o, muchas veces, la falta de importancia) que se pierde con facilidad cuando uno pasa todo su tiempo metido hasta las cejas en una noticia. Oigo a gente que dice: ese es el futuro de los periódicos. Todos los días nos llega una avalancha de información, de "noticias" en su sentido más amplio. Tenemos un problema de exceso. La labor de los periódicos de calidad será pasar por la criba, situar en contexto, hacer un seguimiento, como han hecho The Guardian, The New York Times, Le Monde y EL PAÍS con los tesoros de Wikileaks.

Esto tiene bastante sentido, y tal vez las cosas avancen en esa dirección, pero el peligro está en fijar una separación demasiado radical entre el intérprete y el testigo. Porque toda mi experiencia clama que no hay nada comparable a estar allí. Por muchos miles de estupendos vídeos, blogs y transcripciones que se vean, no hay nada comparable a estar allí. Solo al comprar esas latas de gasolina, pasearme en aquel jeep destartalado y ver el sufrimiento con mis propios ojos pude comprender verdaderamente, y por tanto interpretar con menos errores, lo que estaba pasando en Kosovo. Eso no se puede hacer desde una butaca.

El valor añadido especial del corresponsal del siglo XX era que, en la experiencia de una sola persona, en sus procesos mentales y su sensibilidad, se combinaban los tres elementos: ser testigo, descifrar, interpretar. Si conseguimos preservar eso en el periodismo transformado de nuestros días, quizá logremos tener más y mejores informaciones internacionales.

(El País/Madrid)