"El país está pagando un altísimo costo para tener controlada la delincuencia, las pandillas, los homicidios, las extorsiones. La mayoría de los ciudadanos aceptó canjear sus derechos civiles por esta seguridad. Seguridad sin democracia. Pero el país no se levanta. La economía no crece. Las inversiones están estancadas. La pobreza no se reduce. Y la corrupción se hizo sistema."
El audio en la voz del autor: Pobreza.mp3
Publicado en MAS! y EL DIARIO DE HOY, martes 17 diciembre 2024
Estimados sabios:
El Banco Mundial acaba de publicar un estudio sobre la pobreza en El Salvador. Por una parte dice que “los recientes logros encomiables en la reducción de la violencia” ofrecen “una importante oportunidad para mejorar vidas y medios de subsistencia” y bajar los índices de pobreza.
Suena bien. Sin embargo, por otra parte el estudio del Banco Mundial constata que “durante dos décadas El Salvador redujo sustancialmente la pobreza”, pero actualmente “este proceso de reducción de pobreza se encuentra estancado”. Lo mismo es cierto para las inversiones, tanto nacionales como internacionales. A pesar de que hoy El Salvador es un país seguro, donde la violencia y delincuencia ya no ahuyentan al capital, las inversiones más bien se disminuyen. Ni la economía, ni mucho menos los pobres están recibiendo el esperado “bono de la paz”.
Entonces, uno se pregunta: Si ya está removido el supuesto obstáculo para el crecimiento económico, para la inversión y para la creación de puestos de trabajo, ¿cuáles son los obstáculos que ahora los detienen? ¿Cómo se explica que en las dos décadas anteriores, que según los Bukele tuvieron gobiernos que manejaron mal el país y empresarios que manejaron mal la economía, se redujo la pobreza - y ahora, con el presidente ‘salvador del país’, este proceso se estancó?
Tal vez ustedes, los economistas, los expertos, los sabios, nos pueden explicar esta situación que parece absurda. Mientras tanto, voy a buscar explicaciones a mi manera...
Cuando en 1992 pusimos fin a la guerra civil, inmediatamente hubo un boom de inversión. Durante más de una década -la famosa ‘década perdida’- la guerra hizo que los empresarios retuvieran sus inversiones, por la inseguridad y la incertidumbre. Sólo se firmó la paz y las inversiones retenidas se soltaron y ayudaron a recuperar la economía y reconstruir el país semidestruido. Así pasó en muchos países, luego de pasar por una época de guerra o por altos índices de violencia.
¿Por qué no está pasando lo mismo ahora en El Salvador?
Porque la seguridad y la paz no son las únicas condiciones para el impulso de la economía y para la creación de los puestos de trabajo necesarios para sacar a la gente de la pobreza. Se necesita seguridad jurídica. Se necesita transparencia en los gastos y acciones del estado. Se necesita confianza de que el gobierno garantiza competencia libre para todos. Nada de esto está garantizado en El Salvador.
Los peores enemigos de la inversión son la corrupción y una economía de cheros, primos y compadres, donde un clan decide sobre el éxito de los demás. Esto es lo que tenemos en El Salvador. El gobierno puede presionar al sector empresarial; puede lograr que se adapte a la nueva lógica del poder y que no cometa locuras opositoras. Puede tenerlo callado, pero no puede obligarlo a invertir. Capital que se siente incómodo, no invierte.
Los inversionistas internacionales, que tal vez se sienten atraídos por la situación de seguridad y estabilidad que garantiza la dictadura en El Salvador, observan muy de cerca el comportamiento del capital nacional. Si ven que solamente los cheros y socios del presidente invierten, mientras la mayor parte de los grupos tradicionales muestran cautela, incluso desconfianza, se abstienen de invertir. Si además ven que algunos inversionistas internacionales, que durante décadas han operado en El Salvador, por ejemplo en el sector eléctrico o el financiero, se sienten presionados o incluso extorsionados por el gobierno, se abstienen. Así se explica la renuencia del capital internacional de invertir en El Salvador. No le gusta la corrupción, ni el nepotismo, ni la falta de transparencia, ni la economía de primos.
Además observan a un gobierno que luego de 5 años de gobernar (y 3 y medio de tener el control total del Estado, sin Asamblea o Corte que le estorbe, sin oposición que le puede desafiar) todavía echa la culpa de todo a “los mismos de siempre”. Pero a esta altura, el lamentable estado de la infraestructura del país es exclusiva responsabilidad del gobierno actual. Igual la crisis de las finanzas públicas. Igual el descuido de la educación, la salud y la vivienda. Cualquier inversionista dirá: Si todo esto no lo han resuelto en 5 años, ¿cómo puedo esperar que lo resuelvan cuando yo ponga mi plata en este país?
El país está pagando un altísimo costo para tener controlada la delincuencia, las pandillas, los homicidios, las extorsiones. La mayoría de los ciudadanos aceptó canjear sus derechos civiles por esta seguridad. Seguridad sin democracia. Pero el país no se levanta. La economía no crece. Las inversiones están estancadas. La pobreza no se reduce. Y la corrupción se hizo sistema.
He puesto aquí como yo me explico este absurdo de una mejoría de seguridad con estancamiento económico y sostenida pobreza. Espero que nos lo expliquen los sabios, los economistas, los expertos en desarrollo. Tienen la palabra. Estoy seguro que las páginas de este periódico están abiertas para sus explicaciones.
Saludos,
Capítulo 24: La incursión a San Miguel (1986)
Estamos escondidos en un charral a la orilla de la Ruta Militar en la salida de San Miguel a Santa Rosa de Lima, un poco al noreste de Hato Nuevo. Tenemos que pasar al otro lado, con urgencia, porque desde que nos retiramos de la ciudad de San Miguel, nos está siguiendo la pista una unidad del ejército, y en cualquier momento además pueden aparecer tropas en vehículos y tomarse la carretera. Pero no podemos cruzar la carretera, porque del otro lado hay un cerro, y desde esta altura dominante unos francotiradores están controlando la planicie que hay que atravesar para llegar a una quebrada que nos daría cobertura.
En la madrugada de este mismo día hemos incursionado en la ciudad de San Miguel. Nosotros desde el norte, para tomarnos la terminal de buses; y fuerzas del Frente Sur iban a atacar a la Tercera Brigada, para no permitir que salgan tropas para enfrentarnos. Supuestamente sólo íbamos a tener que lidiar con la Guardia Nacional que estaba cuidando la zona de la terminal. Habíamos bajado del cerro Cacahuatique el día anterior y esperado la noche en un bosquecito. De ahí salimos antes de la madrugada. Todo iba bien, hasta que llegamos al río Grande en un punto donde se podía pasar brincando de piedra en piedra. Casi toda nuestra columna de unos 100 hombres y mujeres ya había pasado, dejando las piedras manchadas y lisas de lodo. Llegué hasta la mitad, donde el río era más profundo. Había que dar un salto algo largo. Di el salto, pero me deslicé al aterrizar y caí al agua. Bueno, el río Grande no es sólo de agua. Entré a San Miguel con tufo a mierda.
Tenía otra vez a mi lado a Roque, mi guía, mi guardaespaldas y, una vez que empezaba a tomar fotos o grabar video, mis ojos. Somos ya una pareja entrenada, más bien, Roque me entrenó. Si él dice alto, me paro. Si dice que me tire al suelo, me tiro. Si me dice corra, corro. Sólo así se puede filmar en combate, porque por la cámara uno tiene visión de túnel y no ve para los lados. Así uno se puede concentrar en el encuadre, sabiendo que Roque se encarga de los asuntos de la guerra.
Llegamos hasta la terminal, como hemos planificado. La avanzada de nuestra columna, con los mejores combatientes, aseguró el terreno, desalojando a los policías y manteniendo a raya a la Guardia en su propio cuartel. Pasaron la consigna de que el área de la terminal estaba asegurada. “Perfecto,” le dije a Roque, “vamos a tomarnos una coca en aquella farmacia.” Entramos a la farmacia con nuestros fusiles, y yo además con el tufo a mierda que traía. La muchacha que me atendió temblaba cuando me vio y olió. “No se preocupe, nada va a pasar. Sólo queremos dos cocas bien heladas. ¿A cuánto son?”
Mientras estaba tomando la coca, vi un cartel que decía los precios de llamadas telefónicas a Estados Unidos. ¡Voy a llamar a mi madre! Le di un billete de 100 colones, ella me dio el teléfono y marqué: 0049541... No lo podía creer: De manera inmediata contestó mi madre. “¿Pero dónde estás, hijo?” Ella sabía que estaba en la montaña y no me iba a comunicar por meses, tal vez años. “¿Ya saliste de la montaña?”
No le iba a decir que estaba en la toma de una ciudad y que en cualquier momento se podía armar un gran desmadre de tiroteos. Le dije que había salido unos días, que estaba bien, que la amaba. La muchacha no podía creer que en su tienda estaba un chele, que bien podía ser un ruso, porque hablaba raro, armado de fusil y cámaras, tomando Coca Cola y usando su teléfono. Colgué y cuando comencé a marcar el número de Ingrid, mi exnovia que había dejado en Alemania para ir a esta locura, comenzaron a sonar ráfagas algo cerca. Salimos corriendo de la tienda, yo con la cámara lista para grabar, Roque a mi lado. Escuché la voz de alguien gritando: “Vámonos, vienen los de la Tercera.” Yo seguí grabando y tomando fotos. Vi compas corriendo para tomar posiciones, y en la calle que desemboca del otro lado vi soldados avanzando y disparando. Seguí grabando. Hasta que apareció Jonás y me gritó: “¡Por la gran puta, Paolo, andáte con los compas que se retiran!”
“Pero veo que los compas por allá se están atrincherando y quiero grabar eso.”
“No hagás estorbo aquí. Nosotros vamos a entrar en combate para cubrirles a ustedes la retirada, y luego los alcanzamos. ¡Andáte ya!”
Corrimos a todo pulmón, porque ya aparecieron soldados por varias partes. Era obvio que el operativo de contención de los compas del Sur no funcionó. O tal vez nunca llegaron cerca de la Tercera Brigada... Tomé otro baño en el río Grande, esta vez junto con otros. En este lugar había que pasar vadeando. Esta vez no me importaba el tufo, ya no iba a ninguna tienda.
Salimos de la ciudad y avanzamos sin parar. Escuchamos helicópteros, pero parece que no nos ubicaron. Éramos unos 50, los demás se habían quedado combatiendo. De lejos se escuchaba fuego nutrido. ¿Quién sabe cuántos de ellos van a salir vivos de San Miguel? ¿Y el jefe, Jonás? ¿Por qué putas Jonás se quedó?”, pregunté a Roque.
“Porque es Jonás,” dijo el compa.
Jonás, con Gustavo y Andresón. Foto: Linda Hess Miller |
Cruzamos una carretera pequeña que dicen los compas que lleva a Comacarán, y al fin llegamos a la orilla de la Ruta Militar y no podemos pasar. Los primeros 4 compas que cruzan la calle, de pura suerte logran evadir el fuego nutrido que les lanzaron del cerrito. Si todos tratamos de pasar, tendremos bajas.
Lo que más me preocupa es que Alberto, el médico mexicano, quien está al mando de esta columna, obviamente no sabe qué hacer. Por suerte estuvo con nosotros el Negro Will, experimentado combatiente nica de Estelí, uno de los guerreros más aventados que he conocido. El Negro toma la iniciativa: “Hay que rodear este cerro y atacarlos desde atrás, no para tomarse la altura, sólo para comprometerlos y que ustedes puedan pasar. Yo voy. Dame dos hombres y en media hora pueden cruzar.” Alberto arma una corta discusión, para no decir sí de inmediato y para mostrar que él está al mando. Los tres desaparecen. ¿Tendremos media hora hasta que nos alcancen las tropas que nos vienen persiguiendo? ¿O hasta que lleguen en vehículos por la Ruta Militar? Veremos.
No es media hora. En 15 minutos comienza el tiroteo del otro lado del cerro. Es hora de cruzar la calle y correr. Van de dos en dos. Los primeros cuatro pasan la calle y la planicie sin incidentes. Pero luego está de regreso por lo menos uno de los francotiradores, mientras los otros están defendiéndose del Negro Will. Cuando nos toca a Roque y a mí, yo me quedo congelado. La decisión de levantarse de un lugar seguro para exponerse a fuego de un francotirador es lo más yuca que me ha tocado en esta guerra. Pero sé que el lugar dónde estamos no será seguro por mucho tiempo más. Si nos alcanzan aquí, nos tienen en un sándwich.
Corro como jamás he corrido, zigzagueando. Podrán ser no más que 100 metros línea recta, pero me parece una eternidad. Nos tiran. Veo balas levantando polvo. Me tiro de cabeza al bosquecito en la quebrada, como hacen los corredores al pasar la meta. Llegamos. Estamos vivos.
Tenemos un solo herido, pero ni siquiera de gravedad. Avanzamos en la quebrada, subimos un cerro, bajamos a otra quebrada, hasta que al fin llegamos a un lugar donde podemos descansar. Ahí nos alcanza el Negro con su gente. Lo abrazamos y seguimos durmiendo. Al rato logramos contacto radial con Jonás. Todos han salido bien de San Miguel, se retiran por otra ruta. “Nos vemos en el Cacahuatique...”
La siguiente entrega, jueves 19 diciembre
Capítulo 25: La paz de Morazán (1986)