Publicado en EL DIARIO DE HOY, 16 septiembre 2019
Siempre creí que entendía el patriotismo. En abstracto, ese sentimiento de apego que los individuos tienen ante su tierra natal o adoptiva, ya sea por lazos comunes con las poblaciones, cultura, valores, o historia de dicha tierra. Y en específico, mi propio sentimiento de apego por mi El Salvador, ese que ahora que lo veo desde lejos se va tintando cada vez más de nostalgia y recuerdos romantizados. Y en el “huacal” de éste, mi patriotismo tan vagamente entendido, caben una universalidad de apegos y afectos, desde los superficiales que incluyen el antojo por las donas 2×1 de septiembre, la preferencia por cenar pupusas en domingo y el olor a Pollo Campero; como otros apegos más profundos, a la silueta del volcán de San Salvador, a la Oración a la bandera, a las plumas de Alfredo Espino y Claudia Lars, o el orgullo por los logros y éxitos de tantos compatriotas alrededor del mundo.
Pero la realidad es que esta noción de patriotismo resulta eminentemente incompleta y vacía, porque es absolutamente pasiva. Se basa en sentir y disfrutar de lo que, en conexión con nuestra tierra, resulta placentero y familiar. Si el patriotismo puede entenderse como amor, lo que vagamente pasamos tantos como patriotismo es un amor eminentemente pasivo y, por ende, egoísta. Recibe, pero no da. Es amor sin entrega. Y hay tanto narcisismo por ahí disfrazado de amor sin entrega. Tampoco es patriotismo lo que muchos llaman nacionalismo: ese no es más que la falta de curiosidad por lo ajeno, y como bien dijera Mario Vargas Llosa alguna vez, “el nacionalismo y el racismo son dos caras de la misma moneda”.
La semana pasada, durante el “acto cívico” del Mes de la Patria celebrado en uno de tantos centros escolares en el país, una estudiante de último año compartió su reflexión sobre el patriotismo en un discurso del que quiero citar (con su permiso) una porción que me pareció sumamente relevante para la re-interpretación del patriotismo como amor. Hablando de que dejar la Patria marca y duele precisamente por “la profundidad que puede llegar a tener el amor por nuestro país” les recordó Montserrat Fabregat al cuerpo estudiantil, padres de familia, y profesorado de La Floresta (centro educativo del que me gradué), que “solo se ama bien cuando se es libre”. Que la autora del discurso sea mi sobrina y que se me cruce enfrente mi absoluta falta de objetividad al juzgar los méritos de sus (en mi opinión de tía chocha, siempre brillantes) logros, no impidió que la sustancia de lo dicho me moviera a reflexionar sobre las maneras en las que deberíamos re-entender el patriotismo, enseñarlo y practicarlo.
Enumeró maneras que incluyen el servicio público, pero también el servicio comunitario: en pocas palabras, un tipo de amor activo, que incluye entrega y convierte el sentimiento en acción. Habló de estas maneras de hacer patriotismo como medios que podrían hacer avanzar a nuestro país y a su gente. Tantos son los elementos que en nuestro país, restan a su gente libertad: pobreza extrema, falta de seguridad, falta de educación de calidad, un sistema de salud inestable que privilegia la capacidad económica sobre la necesidad, discriminación a quienes son diferentes, etc. Y qué cierto es que “solo se ama bien cuando se es libre”. Si reconfiguramos nuestro entendimiento de patriotismo como el tipo de amor que incluye entrega y actos de servicio, iríamos vaciando esos obstáculos que a tantos quitan libertad. ¡Feliz Mes de la Independencia!
@crislopezg