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domingo, 25 de agosto de 2019

Una negociación: la única salida posible para Venezuela. De Alberto Barrera Tyszka

No existe otra alternativa para salir de la crisis en la que se encuentra el país. Lo que está en juego es su supervivencia. Negociar es incómodo, pero también es imprescindible.

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CreditCreditFoto: Meridith Kohut para The New York Times

Publicado en THE NEW YORK TIMES/español, 25 agosto 2019 


Alberto Barrera Tyszka, escritor,
guionista y columnista
venezolano
CARACAS — Negociar es un verbo incómodo. En el mundo donde el verbo ganar se impone y extiende cada vez más sus límites, incluso hasta en el terreno de los afectos y de la amistad, una negociación puede ser percibida como una simple versión educada de una derrota. Es obvio que nadie negocia por gusto pero, también, es evidente que en la abrumadora mayoría de los conflictos la única salida es un acuerdo.
El caso de Venezuela no es la excepción. Sin embargo, el tiempo pasa, la tragedia para la mayoría de la población aumenta y todos los factores en pugna siguen sin llegar a un acuerdo. En los diferentes bandos, parece haber fuerzas empeñadas en sabotear una negociación. La única posibilidad de salida de la crisis que tiene el país se encuentra en momento muy frágil.
Desde hace meses, guiados por la iniciativa del gobierno de Noruega, se viene construyendo en Barbados un espacio posible para un acuerdo. Pero la nueva ronda de sanciones impuestas a Venezuela por el Departamento de Estado estounidense, en agosto, han representado un paso atrás en el camino de una solución concertada a la crisis venezolana. Los representantes de Nicolás Maduro abandonaron la mesa de negociación y, de manera inmediata, como si fuera el dispositivo de una iglesia eléctronica, activaron un viejo truco: la narrativa del bloqueo, la retórica antiimperialista.

CreditLeonardo Fernández/Associated Press

El bloqueo gringo funciona como un libreto melodramático. Frente a él, los otros argumentos siempre parecen más complicados y farragosos. Se requieren estadísticas, datos o el respaldo de investigaciones periodísticas para explicar cómo la naturaleza del modelo, la ineficiencia política y la enorme corrupción del chavismo son las causas de la tragedia venezolana. Mucho más fácil es señalar a Donald Trump. Frente a las sanciones, el gobierno tiene un relato. La oposición, no. Y no importa que su relato sea simple o anticuado, sigue funcionando. El presidente de Estados Unidos no es un político. También él está más cerca del estereotipo que de la complejidad. Es un hombre irritante, con opiniones y modos indefendibles.
Se trata de un espectáculo simbólico largamente deseado por el chavismo. Forma parte, además, de uno de los escasísimos éxitos de la Revolución cubana: la historia de la isla ha demostrado que la eficacia del relato es más sólida y rentable que la del bloqueo económico. Aunque los arrincone económicamente y tenga efectos devastadores para la población, las sanciones —al menos en términos de discurso y propaganda— solo favorecen al oficialismo. Cuentan, además, con la mirada crítica del resto de la comunidad internacional. La propia Michelle Bachelet, alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, salió alertando sobre las consecuencias que podrían tener estas medidas unilaterales sobre una población ya suficientemente vulnerada por la crisis.
Pero además de esto, también hay que contar con el avasallante dominio sobre el flujo de información que tiene el gobierno de Maduro. Su control mediático sobre el país es casi total. El cerco noticioso que impone a la población no solo se basa en la censura sino también en la producción y distribución de una realidad paralela, la creación de una objetividad basada en la ficción. Actualmente, ni siquiera es posible acceder de forma natural a las plataformas de los diferentes medios digitales independientes.
Esta semana, en la inauguración de una terminal de autobuses en la costa cercana a Caracas, el gobierno obligó a todas las estaciones de radio y de televisión a transmitir el acto oficial. Nicolás Maduro, acompañado de su esposa y de otros funcionarios, paseó por el local, señalando tiendas y ficcionalizando la vida cotidiana de cualquier ciudadano: aquí pueden venir —decía— y comprarse un pantalón, hacer una diligencia en el banco, adquirir un pasaje para ir de vacaciones. La enorme mayoría de los venezolanos no puede hacer ninguna de estas cosas. Para ese mismo día, el sueldo mínimo mensual era de 2 dólares. La realidad es presentada como un espejismo, como una posibilidad de futuro —obra genial y generosa de la Revolución— truncada por el atorrante míster Trump.
¿Está acaso Estados Unidos repitiendo el mismo error que lo ha hecho fracasar, durante décadas, con el régimen cubano? Suponer que la presión cada vez mayor sobre el régimen erosionará la lealtad militar o generará una implosión en contra de Maduro puede ser una estrategia equivocada. Las consecuencias de las sanciones, en una buena medida, dependen también de la naturaleza moral del adversario. El chavismo, desde hace mucho, ha demostrado que puede jugar a la destrucción sin ningún miramento. En política, la falta de escrúpulos es muy eficaz.


Es tentador atornillarse en el purismo. Hay quienes, dentro de la oposición, creen que una negociación solo legitima y ayuda al régimen de Maduro. Estos sectores se han dedicado a boicotear cualquier esfuerzo en la dirección de un acuerdo. Es cierto que, anteriormente, en procesos similares, el gobierno solo ha usado el diálogo como excusa, como oportunidad para ganar tiempo. Pero también es cierto que nunca antes el oficialismo se había encontrado tan arrinconado internacionalmente. Por otro lado, las propuestas alternativas a la negociación solo son acciones políticas que dependen de otros: que el propio Maduro renuncie o que haya una invasión militar extranjera. Ninguna de estas dos opciones es viable. La radicalidad también puede ser una zona de confort. Mucho más difícil y complejo es negociar.
Lo primero que ha debido enfrentar este proceso de negociaciones en Barbados son las resistencias que hay en todos los bandos, tanto fuera como dentro del país. El problema pasa por situarse en un modo distinto ante el otro y ante la idea misma de un pacto. Hay que entender y aceptar que ninguno de los sectores en pugna obtendrá realmente lo que quiere, lo que busca, lo que necesita. La única manera de ganar es perdiendo algo. Si no hay un futuro repartido, no habrá un futuro para nadie. Lo que está en juego finalmente es la supervivencia del país. Hacer política es ceder. Negociar es incómodo. Pero también es imprescindible.

domingo, 21 de julio de 2019

Sobre el riesgo de firmar remitidos. De Alberto Barrera Tyszka

Alberto Barrera Tyszka, escritor, guionista y columnista venezolano

Publicado en EFECTO CUCUYO, 21 julio 2019


Varias de las reacciones ante una carta pública, aparecida esta semana en algunos medios, tal vez son la mejor confirmación de lo que precisamente señala el remitido.  En el contexto de un país que asiste a la multiplicación diaria de sospechosos, twitter puede ser una experiencia altamente inflamable. Produce y reproduce incendios de manera instantánea, a gran velocidad.  Puede ser una increíble maquinaria de linchamiento express. En menos de dos segundos,  te puede convertir en un corrupto colaboracionista, cómplice de la dictadura, hermano gemelo de Tarek Williams Saab. “Cuanto más complicadas son las situaciones –afirma la ensayista argentina Beatriz Sarlo-, más sencillas aparecen en las redes”.
    indignación ante el hecho de que quienes firmaban el remetido se auto proclamaran intelectuales.  Con comillas. Así: “intelectuales”. Como para remarcar con fuerza y desdén que se trataba de un ejercicio de hipócrita soberbia, de simple y artificial supremacismo. Sin embargo, el documento jamás dice eso. No enuncia un nosotros con alguna definición. Nunca señala que quienes suscriben la carta son intelectuales o panaderos, albañiles, teóricos de la computación o especialistas en medicina tropical.
    Es probable que algún titular, con el que algún medio anunció el remitido, haya podido generar esta confusión. Pero bastaba leer el carta para darse cuenta de que la palabra “intelectual” no aparece escrita en ella. Tal vez, el escaso número de gente que aparecía como responsable del texto pudo mover más de un resentimiento o de un ánimo adverso, tendiente a pensar que se trataba de un grupo selecto. Yo también pensaba que firmarían muchas más personas. Pero no creo que eso sea lo importante.  El fondo sigue siendo el mismo: uno de los cuestionamientos más feroces a la carta no tiene ningún asidero.  “Un libro es un espejo” –decía Litchtenberg.  La irritación no está en el texto sino en quienes lo leen.
    No deja de ser desconcertante, entonces, la furiosa descalificación de lo intelectual que, a propósito de la carta, se desató entre cierto grupo de tuiteros.  En sus reacciones, con demasiada frecuencia, se define lo cultural como algo mediocre, corrupto.  Hay algunos más líricos y elaborados que simplemente definen a los “intelectuales” como “bazofias” o “jala bolas”. Sorprende también cómo, con efervescente facilidad, se asocia lo intelectual a satánicas estrategias de la izquierda para imponer modelos totalitarios.  En esta línea, cualquier tipo de ejercicio de ideas divergentes o cualquier espacio de debate (desde una universidad hasta un artículo de prensa) puede ser considerado una peligrosísima amenaza.
    La crítica fundamental en contra del remitido se centra en la supuesta intención que tiene la misma  de silenciar a un sector de la oposición. Denuncian, quienes posiblemente se sintieron más aludidos, que el remitido pretende aniquilar la libertad de expresión y la independencia política de cualquier ciudadano.  Nuevamente, quisiera volver a la carta, al texto puntual que origina la controversia.  Es un documento de evidente apoyo a Juan Guaidó. Es un  llamado de alerta ante las “acusaciones falsas” que se lanzan en su contra, una petición de  “confirmar la veracidad de los hechos” antes de difundirlos.  Propone, finalmente, dejar de lado las controversias internas o los ataques al único liderazgo importante que tiene la oposición, cerrar filas alrededor de Guaidó, para tratar de derrotar a la dictadura.
    Todo hay que decirlo: la carta tiene un tono de exhorto que puede resultar incómodo.  También su mención a “los guerreros del teclado” puede haber activado unas pugnas que no siempre favorecen a la discusión.  Pero no es ésa la sustancia real del texto. No se propone tampoco silenciar a nadie. El debate va por otro lado. El remitido reitera la importancia y el respeto a la crítica, así como el necesario control ciudadano sobre los funcionarios públicos. Se propone una disyuntiva política de otro tipo, una discusión sobre la coyuntura en que nos encontramos, sobre la crisis del país y sobre –al menos en estos momentos- su única salida visible.
    Lo llamativo, sin embargo, es que ante la posibilidad de un debate,  de manera inmediata, se desarrolló más bien un acelerado proceso de desacreditación del documento y de sus firmantes: tarifados, venenosos, lamesuelas, sicarios, chavistas, fidelistas…La discusión sobre el documento, con todos los errores que éste puede tener, fue sustituida por un festival de descalificaciones, a veces con niveles de bilis altamente tóxicos. La intensidad en twitter se conquista por la vía de la repetición.  Por eso la ironía o el insulto son más eficaces que las ideas.
    De todos los cuestionamientos que pude leer, hay uno en particular que me parece muy pertinente y atinado.  En su requerimiento final, el remitido propone la identidad como argumento, apela a la nacionalidad como valor de razonamiento, incluso como virtud.  Eso es nefasto. Y también es irreal. Tan venezolano es invocar una estrategia de apoyo cerrado a Guaidó como rechazarla.  Es un tema que no puede formar parte de un debate. En rigor, “lo venezolano”,  como una entidad única y definitiva, no existe. Ni siquiera a la hora de hacer empanadas.
     Firmar un remitido es como inscribirse en una competencia de un deporte extremo, una experiencia de alto riesgo. Eso también podría ser un indicador de lo que vamos siendo.  Veinte años bajo un proceso de destrucción no pasan en vano.  Ante una realidad cada vez más afectivizada, y la evidente presión internacional para lograr algún forma de negociación,  la unidad de la oposición parece ser ahora un milagro imprescindible.

* * *

LA CARTA 

El motivo de esta carta pública es ofrecer nuestro más firme apoyo al presidente interino, Juan Guaidó, y manifestar nuestro repudio a la sistemática campaña de difamaciones que se tejen en su contra. No nos preocupan los señalamientos de la dictadura de Nicolás Maduro en contra del presidente legítimo de Venezuela. Esos ataques son antiguos, predecibles y no tienen la menor credibilidad, ni dentro ni fuera del país.
Nuestra preocupación es que, entre una vociferante minoría de quienes se oponen a la dictadura, se ha hecho común la práctica de hacer acusaciones falsas, distorsionar la realidad e imputarle intereses y motivaciones oscuras al presidente Guaidó. Muchos de estos descabellados señalamientos son amplificados en las redes sociales.
Un pueblo desesperado, que ya no soporta más sufrimientos y engaños, se ha hecho muy vulnerable a creer cualquier acusación a sus líderes, por más estrafalaria que esta sea. En este tramo de la crisis, es importante que los venezolanos demócratas confirmen la veracidad de los hechos antes de diseminar o, peor aún, apoyar las infundadas denuncias.
Al repetir las agresiones y mentiras que circulan por las redes sociales, y por algunos medios, se está contribuyendo a debilitar al presidente y hacer más difícil su dura lucha en contra de la dictadura. Hay que ratificar lo que es bien sabido: entre quienes divulgan mentiras sobre el presidente Guaidó están mezclados adversarios, rivales políticos, charlatanes, y “guerreros del teclado”, especializados en denunciar conspiraciones inexistentes y repugnantes motivaciones que resultan falsas. Su especialidad es crear y agudizar divisiones y manipular a un pueblo desesperado a través de esperanzas basadas en opciones ilusorias.
Muchos de quienes lanzan estas acusaciones se apoyan en el argumento de que el ejercicio de la libertad de expresión y el debate abierto en una sociedad libre es saludable en cualquier circunstancia. Tienen razón. Damos la bienvenida al debate vigoroso en democracia y consideramos indispensable el control ciudadano a quienes nos gobiernan.
También debe ya resultar obvio que, en la Venezuela que está renaciendo, será indispensable que los actos de corrupción sean intolerables y no queden impunes. Creemos necesario, sin embargo, exhortar a los venezolanos a que conserven el sentido de las proporciones, a que mantengan el tono constructivo, a que respeten al liderazgo democrático y que trabajen para su fortalecimiento. Sobre todo, debemos luchar por hacer más decente y noble el debate político y nuestra conversación nacional.
Lo sensato, lo responsable, lo venezolano, es acompañar a Juan Guaidó en su histórica tarea de hacer posible el cese de la usurpación. Con espíritu crítico, con actitud contralora, pero no bajo sospecha. No en actitud de desconfianza automática y orfandad vigilada. La lucha en contra de la dictadura es, ya de por sí sola, muy difícil. No la compliquemos aún más divulgando mentiras en contra del presidente y su gestión.
Alberto Barrera Tyszka, Leopoldo Briceño Irragorri, Colette Capriles, Sergio Dahbar, Elizabeth Fuentes, Humberto García Larralde, Héctor Manrique, Laureano Márquez, Alonso Moleiro, Mari Montes, Moisés Naím, Carlos de Oteiza, Ibeyise Pacheco, Leonardo Padrón, Thays Peñalver, Elías Pino Iturrieta, Ramón Piñango, José Manuel Puente, Inés Quintero, Valentina Quintero, Cesar Miguel Rondón, Gioconda San Blas, Marcos Santana, Benjamín Scharifker, Francisco Suniaga, Milagros Socorro, Francisco Toro, Ana Teresa Torres, Gerver Torres, José Virtuoso, Federico Vegas y Luis Ugalde.

domingo, 14 de julio de 2019

El efecto Bachelet. De Alberto Barrera Tyszka

Michelle Bachelet, la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 
saluda a Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, en el Palacio de Miraflores 
el 21 de junio de 2019. Foto: Yuri Cortez/AFP
Alberto Barrera Tyszka,
escritor, guionista y
columnista venezolano

Publicado en EL NEW YORK TIMES/ES el 14 de julio 2019

CIUDAD DE MÉXICO — De todas las reacciones que el madurismo —nacional e internacional— lanzó en contra del informe de Michelle Bachelet, la más desconcertante fue la del gurú. Dos días después de que la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas presentara un demoledor reporte sobre la crítica situación de los derechos humanos en Venezuela, Nicolás Maduro apareció con Sri Sri Ravi Shankar en el Palacio de Miraflores, anunciando gozoso: “Estuvimos hablando sobre la necesidad de una nueva humanidad. […] Me habló de la necesidad de construir la unión nacional”. ¿Lo dice en serio o se está burlando? ¿En realidad piensa que algo así puede contrarrestar la investigación de la ONU? ¿En qué cree Nicolás Maduro?
Una de las consecuencias más contundentes del informe de Bachelet tiene que ver con el problema de la verdad en Venezuela. Con lo que —más a allá de la fe o de las especulaciones— ocurre en temas como la salud, la alimentación o la violencia en el país. El documento destaca cómo el gobierno ha impuesto una hegemonía comunicacional para aniquilar el periodismo independiente y esconder la realidad. Con información precisa, deja sin sustento a la narrativa oficial. Frente a la investigación de la ONU, la retórica chavista queda al desnudo. Se reduce a un balbuceo infantil, predecible. La mayoría de las reacciones oficiales se han centrado en señalar que se trata un informe “manipulado”, “falso”, “sesgado”, “cargado de mentiras”, “descontextualizado” sin aportar ningún dato concreto que pueda refutar lo que señala la investigación. Siguen un método viejo y conocido: no cuestionan lo que se dice, solo lo descalifican. Es más fácil decir que Bachelet es una marioneta del imperio que enfrentar la responsabilidad del Estado en más de 6 800 ejecuciones extrajudiciales.
Dos argumentos se repiten de manera insistente en casi todas las críticas. El primero es de carácter metodológico. Se trata de desautorizar el informe denunciando que, en gran parte, está basado en entrevistas realizadas fuera de Venezuela. Esto es cierto. Pero no desacredita ni deslegitima la investigación. Responde a una realidad específica y a las formas con que los organismos internacionales indagan y monitorean la realidad de los llamados “países cerrados”. Hasta marzo de 2019 el Estado venezolano no permitió la entrada de representantes de la ONU al país. No puede ahora, ese mismo Estado, denunciar la poca presencia de esa organización en su territorio. Este argumento, por otro lado, también ignora la enorme diáspora de venezolanos en el exterior. Hay un país real —más de 4 millones de personas— expulsado del mapa, con todo el derecho a dar testimonio de sus propios procesos.
El segundo argumento fundamental no ataca tampoco las denuncias concretas del informe. Se centra en tratar de establecer responsabilidades. El chavismo niega que todo lo que ocurre sea real pero, al mismo tiempo, denuncia que todo lo que ocurre es culpa la “guerra económica” en contra de “la revolución”. Es otra forma de mudar el debate, de esquivar la verdadera confrontación. La élite que domina Venezuela necesita desesperadamente que la palabra “bloqueo” aparezca en cualquier análisis. De eso depende su relato. Pero, por desgracia para ellos, la historia económica, las cifras y las estadísticas, ya no pueden sostener esa ficción. Como bien lo señala el informe, las sanciones de Estados Unidos agravan la ya terrible situación social venezolana, pero no son la causa fundamental de la crisis. Los responsables de la tragedia no son los enemigos externos. Están adentro y siguen gobernando al país.
En el año 2009, cuando era presidenta de Chile, Michelle Bachelet visitó a Fidel Castro y criticó el bloqueo estadounidense a Cuba. La polémica, en ese entonces, fue grande. Esa anécdota, y su propia historia personal, también influyó para que el sector más radical de la oposición venezolana la acusara —antes del informe— de ser cómplice del oficialismo, una camuflada agente de Maduro. Ahora, desde el otro bando, se ponen a la par y repiten la misma simpleza: la acusan de ser cómplice de los gringos, una camuflada agente de la CIA. No es un detalle menor del efecto Bachelet: ha evidenciado el absurdo de la narrativa chavista.
Dice Nicolás Maduro que los aportes de Sri Sri Ravi Shankar “vienen a fortalecer el proceso de diálogo y paz” en Venezuela. No importa mucho si él cree o no en eso. Importa que cada vez más gente, dentro y fuera del país, entienda que ese encuentro religioso solo es un disparate, una ceremonia que se desinfla hasta el ridículo. El informe Bachelet es un paso fundamental por restituir la noción de verdad con respecto a lo que sucede en Venezuela. Más de 6 800 ejecuciones extrajudiciales destruyen cualquier espejismo discursivo. Deja claro que la violencia, más que una amenaza extranjera, ahora es una cruda acción interna. El chavismo debe asumir que su relato ya no es verosímil, que su versión de lo real es insostenible. Debe entender que la comunidad internacional no va a cesar su vigilancia ni su presión. Debe aceptar que la negociación no es una forma de distracción. Que el diálogo no se da de manera aislada, en una comisión o en una isla. Que se trata más bien de un proceso permanente que toca todos los ámbitos, que exige cambios concretos. Que la fantasía de la revolución se agotó.

martes, 9 de julio de 2019

Los berrinchudos. De Alberto Barrera Tyszka

Alberto Barrera Tyszka es un escritor, guionista y articulista venezolano.
Lees los informes sobre la muerte del Capitán Rafael Acosta. Escuchas la voz entrecortada de Waleska Pérez, su viuda. Cada palabra es una herida. Sientes también que algo cruje dentro de tu cuerpo. Aprietas los dedos. No sabes dónde poner las manos.
Miras la foto de Rufo Chacón,  la imagen de su rostro lleno de sangre mancha cualquier letra que intentas pronunciar. Tu lengua está llena de arena.
¿Qué se puede hacer con la indignación? ¿Qué con tanta irritación, con tanto dolor, con tanta impotencia? ¿Dónde se puede amarrar la exasperación? ¿Acaso se puede guardar en una gaveta? ¿Se puede esconder debajo de la mesa? ¿Qué se puede hacer con toda la rabia que vamos sintiendo?
Todas estas preguntas, a veces incluso sin hacerse siempre visibles, danzan desde hace mucho entre nosotros. Todos, de muy diversas maneras y en diferentes grados, llevamos demasiado tiempo sometidos a la violencia oficial.  Cierto: no es ninguna novedad. Pero también es cierto que, durante estos últimos años, la agresión y la crueldad del poder se han ido despojando de todos sus disimulos y  se han incrementado hasta perder el control.  No hay una única fuerza. No hay un solo Estado.  La administración de la violencia ya también forma parte del caos. 
Ningún ciudadano puede escapar de esta dinámica.  Y cada quien trata de sobrevivir como puede, cada quien busca sus maneras de relacionarse con la ira, con el miedo.  No es fácil gerenciar la desesperación y, muchas veces, en estas circunstancias, no hay nada más tentador que un berrinche: patear los teclados, culpar a cualquier prójimo, escupir tuits, mandar todo al carajo…puede ser una experiencia catártica, muy refrescante.
También te ofrece la posibilidad de sentirte poderoso, de creer que todo se resuelve con un grito, que en verdad tú puedes ser un radical.
Primero dijeron que Michelle Bachelet solo era una comparsa de la dictadura, una cómplice que vino al país a legitimar a Nicolás Maduro. Después, a pesar del crudo informe presentado esta semana, los berrinchudos siguen sin estar satisfechos. Piensan que la primera recomendación de la Alta Comisionada ha debido ser la siguiente: la ONU exige a Donald Trump que agarre sus marines y sus hierros y que invada , de manera inmediata, a Venezuela. Sin contemplaciones. La vaina es ya. Este mismo 5 de julio para que encima tengamos cierto ambiente simbólico.
 Vigilan el vocabulario, se irritan si alguien dice o escribe “gobierno” sin aclarar que es un “gobierno tiránico, dictatorial y totalitario”.  Los berrinchudos están siempre dispuestos a estallar. Cualquier detalle les parece una provocación, una nueva traición del liderazgo, otro error imperdonable de los políticos. No aceptan ningún diálogo. No desean marchar, hasta les molesta que otros marchen. No quieren elecciones. No necesitan de las instancias internacionales. Los berrinchudos piensan que la política solo es un trámite burocrático. Detrás de toda su alharaca, coinciden en algo con el régimen: su única opción es la violencia.
Más allá de lo comprensible o no de esta actitud, también hay que entender que existen los berrinchudos profesionales. Aquellos que tratan de sacarle un gran provecho al arrebato. Los que creen que pueden conseguir algún protagonismo a punta de berrinches.  Los que piden acciones instantáneas y definitivas, los que invocan milagros envueltos en misiles, aun sabiendo que no existen, que no pueden darse, tan solo para provocar berrinches y tratar de ganar más seguidores.
La lógica del estallido, sin embargo, tiene un ciclo predecible, melancólico e inútil: después de reventar, se desinfla.
No queda nada.  Solo el vacío.  Un interminable vacío donde vuelve a aparecer Nicolás Maduro anunciando ejercicios militares y diciendo “estamos en el lado correcto de la historia”.  Y entonces tú piensas de nuevo en el Capitán Rafael Acosta, en los ojos huecos de Rufo Chacón.  Piensas en todos y en tantos. Y la indignación y el dolor y la rabia siguen ahí. Intactos.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La resurrección del caudillo

La historia de la degradación de la democracia venezolana en un régimen autoritario por obra y gracia de Hugo Chávez se analiza aquí con dos voces complementarias: Guillermo Sucre enumera sus principales acciones políticas, mientras que Alberto Barrera Tyszka estudia los rasgos de una personalidad al límite.

Septiembre 2012, Ilustración: Mauricio Gómez Morín

“Me designaron para decir unas palabras a través de un microfonito.” Con esa frase Hugo Chávez recuerda su primera experiencia mediática. Era un niño, no tendría ni siquiera diez años. Vivía todavía en Sabaneta de Barinas, un pequeño pueblo rural de los llanos de Venezuela. El primer obispo nombrado para la región pasaba por el lugar y, en un breve acto, el niño Hugo fue elegido para hablar. La otra cara de esa experiencia podría ocurrir cincuenta años después, en cualquier día del mes de julio de 2012. Acaba de comenzar una nueva campaña electoral en el país. Chávez, convertido en un dios mediático que se multiplica en casi todos los espacios públicos del país, ha gobernado ya durante casi catorce años y aspira a ser reelecto por un nuevo período de seis años. Tiene delante muchos micrófonos. Habla frente a una multitud vestida de rojo. Grita: “Ya yo siento, a estas alturas, que Chávez no soy yo, que Chávez es un pueblo [...] Yo ya no soy yo, en verdad. Yo soy un pueblo, así lo siento, yo me siento encarnado en ustedes. Todos ustedes son Chávez [...] Todos somos Chávez.”
Entre estos dos momentos hay un tránsito que, cada vez más, resulta difícil de precisar, de conocer. Hay una vocación militar contundente, un afán de celebridad, un talento comunicacional prodigioso, un gran olfato político, un ansia de poder sin límites... Hay, además, un Estado a su servicio, convertido ya en una inmensa industria mediática dedicada a construir y a promocionar un mito que también se llama Hugo Chávez.

La naturaleza militar
La memoria sobre su propia vida que, ya desde el poder, el propio Chávez ha ido enriqueciendo da cada vez menos chance de saber quién es él realmente, cómo ha sido su historia. Su discurso siempre es autorreferencial. Para hablar de todo, habla de sí mismo. Día a día, edifica de manera oral una autobiografía que jamás se detiene. Su vida, a veces, parece una infinita posibilidad de ficciones.
Dentro de todo ese inmenso relato, existe sin embargo una seña de identidad contundente: Chávez se ve a sí mismo como un soldado. Su naturaleza es militar. Lo repite y lo demuestra cada vez que puede. Al evocar su entrada a la Academia Militar afirma: “Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la esencia o parte de la esencia de la vida, mi vocación verdadera.”
Desde esos mismos años, fraguado en la misma institución, nace su deseo de llegar al poder. Siendo cadete, asistió a un desfile en un acto oficial y pudo ver, más o menos de cerca, a Carlos Andrés Pérez, quien acababa de iniciar su primer período presidencial. El joven Chávez, que aún no cumplía veinte años, escribió entonces en su diario: “Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo Presidente. Cuando le veo, quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar.”
La historia tiene también coincidencias caprichosas. Más de veinte años después, junto a otro grupo de oficiales, el teniente coronel Hugo Chávez intentó dar un golpe de Estado a Carlos Andrés Pérez, quien por segunda vez había logrado ganar la presidencia. La intentona nunca tuvo gran sustancia ideológica. Por más que el gobierno actual se empeñe en resemantizar esa fecha, celebrándola hoy como “El Día de la Dignidad” y el inicio de la “revolución”, quien se asome a los documentos del grupo golpista, encontrará invocaciones al nacionalismo bolivariano y mucha crítica moral a las élites políticas y económicas que dominaban el país. Más que una propuesta de país, tenían un proyecto de poder.
De hecho, tras ganar las elecciones en 1998, Chávez llega al gobierno con la certeza de que ha sido elegido no para ser presidente sino para cambiar la historia. Chávez sustituye rápidamente el término “gobierno” por el término “revolución”. La alternancia comienza a ser en el país un contenido cada vez más frágil. El sentido que empieza a otorgarle a la palabra “revolución” tiene una carga profundamente militar. En su equipo de gobierno abundan los oficiales o exoficiales de su generación. Distribuye en la sociedad un lenguaje y una nueva simbología que pertenecen al mundo castrense. Decreta que el país ha entrado en un proceso “cívico-militar” que no tiene retorno. Bajo el signo de la confrontación permanente –“quien no está conmigo, está contra mí”– Chávez desplaza cualquier posibilidad de debate y de negociación de la democracia venezolana. Le da a la fuerza armada una beligerancia que antes no tenía y crea una nueva “milicia bolivariana”, que le responde directamente a él y no a la jerarquía del ejército. Quien llegó con la promesa de acabar con la infame estructura que había creado la exclusión económica, terminó sustituyéndola por un nuevo sistema de exclusión política.
Chávez ha reordenado lentamente el poder alrededor de su persona. El mapa del Estado y de las instituciones se ha trabucado en una organización militar, casi religiosa, donde él es el único centro. Incluso la Asamblea Nacional, dominada totalmente por el oficialismo, le otorgó un poder habilitante, renunciando así a sus propias funciones y delegando en la figura del presidente la prioridad de crear una nueva legislación. De esta manera, muchos de los cambios constitucionales que fueron rechazados en el referendo del 2007 se han terminado imponiendo por la vía del decreto presidencial. La legalidad se ha trabucado en un trámite. Se trata, en el fondo, de la misma violencia que se propuso en 1992. Solo que ahora se ejerce de otra manera, por otros caminos, con procedimientos más sutiles y supuestamente legítimos. Chávez ha dado finalmente un golpe de Estado, esta vez desde el interior del Estado.
Aparece vestido con traje de campaña y boina roja. Levanta el puño y saluda. Cada vez más, de manera oficial, se hace llamar “Comandante”. Desde su esencia militar, entiende que el poder no es un cargo sino un rango. Dura para siempre. Vuelve a levantar el puño y la masa, al unísono, siguiendo el ritmo de una consigna, le grita: “¡Ordene, Comandante, ordene!”

El talante mediático
La otra definición sustantiva a la hora de retratar a Hugo Chávez tiene que ver con su relación con el espectáculo. Desde sus tiempos en el ejército, siempre fue un animador de actividades recreativas. Organizaba actos, bailes, concursos, celebraciones, festejos... Hay una anécdota especial que retrata muy bien esta pulsión en el joven militar. El propio Chávez la contó, durante la campaña electoral de 1998, a un conocido presentador en un programa de televisión. La escena transcurre en la ciudad de Maracaibo, mientras se transmite en vivo un clásico programa de variedades y concursos llamado Súper Sábado Sensacional. En el momento crucial de la elección de una miss  en una competencia de belleza, desde el cielo descienden, en paracaídas, dos o tres soldados trayendo un presente para la nueva reina. Uno de ellos era Hugo Chávez.
La anécdota ilustra la complejidad del personaje. Es algo que su memoria actual ya no registra. El relato que se promueve, desde el presente, propone a un joven militar lleno de inquietudes, en luchas conspirativas, escuchando clandestinamente los discursos de Fidel Castro.
Al parecer, incluso los recuerdos pueden ser un espectáculo.
Pero, aparte de su vocación personal, Hugo Chávez está obligado a tener una hiperconciencia de la importancia de los medios. Sin duda alguna, su carrera se debe, en gran medida, a la televisión. Sin los pocos segundos que tuvo frente a las cámaras, al momento de rendirse tras el fracaso del intento de golpe de Estado en 1992, probablemente su historia habría sido otra. Su ingreso a la vida política y pública del país tiene ese importante componente mediático. Chávez fracasó militarmente pero triunfó en la televisión. Quizás ahí entendió que ese era el verdadero campo de batalla.
Para 1999, cuando comenzó su gobierno, el Estado venezolano solo poseía dos canales de televisión abierta, dos emisoras radiales públicas y una agencia oficial de noticias. Casi catorce años después, Chávez cuenta con lo que se conoce como el “Estado comunicador”. El proceso ha sido profundo y tiene muchas aristas: desde la ampliación de todos los medios públicos, logrando controlar la mayoría del espectro radioeléctrico, hasta la creación de un nuevo instrumento legal que regula los contenidos que se transmiten en los medios; desde el lanzamiento de la cadena transnacional Telesur hasta la no renovación de la concesión al canal de televisión privada RCTV; desde la compra y la instalación de un satélite propio hasta la regulación que obliga a todos los medios a transmitir de manera gratuita la publicidad oficial; desde la promoción de una amplia red digital de páginas web dedicadas a apoyar al gobierno hasta la inmensa cantidad de “cadenas” en las que el presidente hablaba durante varias horas seguidas... En mayo de 2012, el gobierno anunció que la seguidora número tres millones de la cuenta de Twitter de Chávez recibiría como premio una casa. El Estado y las instituciones públicas son agencias permanentes de publicidad. Su único producto se llama Hugo Chávez, convertido ya en mercancía-fetiche, en una presencia que se multiplica en todas las pantallas del país.

La épica petrolera
Detrás de todo el complejo proceso político y cultural, respira una vieja tradición latinoamericana. Chávez ha refundado el caudillismo. Ha resucitado el viejo fantasma del militarismo y le ha otorgado una nueva retórica, una contemporaneidad simbólica distinta, que combina la solemnidad del poder y la versión melodramática de la historia con la que el continente se entiende a sí mismo, se conmueve y se expresa. “Amor con amor se paga” es una de sus consignas favoritas. Chávez es, a su manera, una telenovela, un bolero, una canción ranchera... y también un reality show. Ha convertido la política en una experiencia afectiva. Lo que mejor administra es la esperanza de los pobres.
Nada de esto, probablemente, se podría dar sin la condición petrolera que define de manera crucial a Venezuela. Ese rasgo crea una diferencia enorme con el resto de los países de la región. Se trata de un país donde llenar un tanque de combustible resulta más barato que comprar una pequeña botella de agua envasada. Este simple hecho debería ser un valor sociológico, un indicador cultural. Establece relaciones totalmente diferentes con nociones como “riqueza”, “trabajo”, “Estado”, “política”... Chávez también representa una versión exitosa de la identidad venezolana. El hombre que no necesita cambiar para tener éxito. El hombre que por fin recupera la riqueza lejana, que le pertenecía pero que desde siempre le había sido negada.
José Sarney, con puntual exactitud, señaló esta característica al comparar a Chávez con Fidel Castro: “Le falta historia y le sobra petróleo.” Frente a sus pretensiones y a su aguerrida temperatura verbal, el presidente venezolano se encuentra con un vacío inmenso: la ausencia de épica. Un hombre que, en la actual campaña electoral, declara que él es “la buena nueva de Cristo”, necesita más que dinero y una eficaz industria mediática para entrar en el firmamento de las leyendas de la izquierda latinoamericana.
Hasta ahora, sin embargo, su mayor épica ha sido la batalla contra el cáncer. No podía ser de otra manera: Chávez también ha incorporado su enfermedad a la industria publicitaria que se empeña en convertirlo en mito. Entre el misterio, el secreto y la burda manipulación, la salud de Chávez es –al mismo tiempo– un show  mediático y un secreto de Estado. Incluso en la adversidad más íntima, no se ha olvidado del rating. El jueves santo de 2012, en una misa privada, transmitida por el canal del Estado, Chávez toma el micrófono y habla. Les habla a los presentes, al país, al mundo. Incluso le habla a Dios: “Dame tu corona, Cristo, dámela que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria. No me lleves todavía, dame tu cruz, dame tus espinas, dame tu sangre, que yo estoy dispuesto a llevarlas pero con vida.”
La muerte consagra a los mitos. La televisión resucita a los caudillos. ~

Vea el original en Letras Libres: http://www.letraslibres.com/revista/dossier/la-resurreccion-del-caudillo?page=full

Otras partes del Dossier "Venezuela-Hora del Cambio" de Letras Libres:

http://letraslibres.com/revista/reportaje/venezuela-6-estampas-6  

http://letraslibres.com/revista/dossier/henrique-capriles-cronica-de-una-travesia

http://letraslibres.com/revista/dossier/la-vida-sin-chavez de Ibsen Martínez

httphttp://letraslibres.com/revista/dossier/democratura

Entrevista a Moises Naim:
http://letraslibres.com/revista/dossier/la-disfuncional-venezuela

Carlos Montaner:http://letraslibres.com/revista/dossier/la-ansiosa-espera-de-dos-velorios

martes, 18 de enero de 2011

Chavez un hombre de telenovela

Durante una entrevista, en su primera campaña electoral en 1998, Hugo Chávez recordó cómo había participado una noche en Sábado sensacional, un famoso y maratónico programa de variedades que existe en Venezuela.

Entre divertido y entusiasmado, el entonces candidato rememoró aquel momento, la coronación de una miss si no mal recuerdo, cuando él -junto a otros dos o tres soldados- descendió en paracaídas, trayendo desde el cielo un regalo para las concursantes.

La anécdota contrasta con la imagen de sí mismo que promueve el "Comandante Chávez". Hay poco heroísmo y poca izquierda en ese espectáculo. Por eso quizás, ahora, desde el poder, intenta reconstruir una memoria diferente, que lo ubique más cerca de Fidel Castro que de Juan Gabriel.

Hugo Chávez es el primer presidente venezolano nacido en la época de la televisión. Cuando despertó, la televisión ya estaba ahí. En una entrevista a la revista chilena Qué pasa, afirmó que de niño, mientras todos sus compañeritos querían ser como Superman, él en realidad deseaba ser como Simón Bolívar.

Probablemente esto también forma parte de ese nuevo pasado legendario que necesita inventarse, pero lo importante es que retrata muy bien el espacio referencial que dominó su niñez, una infancia pobre, en un pueblo rural de los llanos venezolanos, hasta donde, sin embargo, también llegaron los íconos del cómic, el cielo de los mass-media.

Pero esto no basta para explicar la importancia que Chávez le da a la comunicación masiva, su continua actuación como animador de espectáculos. Quizás hay que mirar un poco más su propia historia política. En febrero de 1992, Hugo Chávez comanda un golpe de Estado en contra del presidente Carlos Andrés Pérez.

Aunque sus compañeros de armas logran conquistar sus objetivos en diferentes lugares del país, Chávez fracasa en Caracas y, al final, aparece unos segundos en la televisión, llamando a los otros golpistas a deponer las armas, a rendirse. En ese breve instante fue tocado por el dios rating. El rechazo de los venezolanos a los partidos políticos tradicionales, sumado a la ceguera de una élite incapaz de leer la pobreza en que vivían las mayorías, construyó el escenario ideal para que el soldado comenzara a convertirse en ídolo. Gracias a la televisión, una chapuza militar tuvo éxito. Una nueva lógica política se inauguró en el país: su fracaso lo hizo famoso; su fama, Presidente.

Esta marca de nacimiento ha terminado transformándose en uno de los sellos fundamentales de Chávez y de su acción pública. Su más claro plan de gobierno es él mismo. Se ha dedicado casi una década a promocionarse, a reinventar un Estado a su medida personal, a lograr que un país esté hablando de él, a favor o en contra, todo el tiempo. Con el paso del tiempo, Chávez parece haber entendido que la popularidad también puede ser una potable forma de tiranía.

"Chávez equivocó definitivamente su profesión -dijo Alberto Muller Rojas, general retirado y jefe de la campaña electoral de Chávez en 1998-. Él hubiera sido un comunicador de primer orden, Aquí, en el mundo de la televisión, del cine, no hay un tipo como él".

Ciertamente: Chávez es una marca contundente. Un contagio. Una emoción que produce gran fidelidad. No es un simple carisma, actuando silvestremente. Hay mucho cálculo, mucha planificación.

Detrás de muchas de sus apariciones, hay siempre un guión, una inteligencia que se ha detenido a pensar antes en la audiencia, en el espectáculo. Aquello que luce improvisado, que parece un rapto de intemperancia, quizás sea una escena fraguada desde hace mucho, diseñada y actuada con una maestría muy peculiar.

De melodrama

Chávez construye su autobiografía diariamente. Siempre es autorreferencial. Habla de sí mismo, de su niñez; rememora o inventa una anécdota de su juventud, reproduce y actúa una antigua conversación; narra de pronto un suceso del presente, un intento de magnicidio donde nuevamente estuvo a punto de morir.

Canta, baila, recita. Su vida sirve de espejo narrativo para explicar o ejemplificar cualquier tema: la guerra en el Medio Oriente o la siembra de sorgo en el pie de monte andino del país, el socialismo del siglo XXI o un nuevo plan de lectura revolucionario... Chávez es el principal mensaje de Chávez.

No hay pudor. No hay tampoco intimidad. La historia pública del país es, también, la historia privada de Chávez. Hubo un tiempo en que, junto a su figura, repartida en vallas publicitarias por todo el país, se acompañaba de esta leyenda: "Chávez es el pueblo". No hay diferencia. Entre la revolución que propone darle todo el poder al pueblo y el gobierno que saquea el Estado y las instituciones para darle todo el poder a Chávez, no hay ninguna contradicción.

Se trata de la misma historia, de una única historia de amor. Así lo pregona el mismo Presidente. Sus campañas electorales, donde ha resultado generalmente victorioso, combinan una agresividad desmesurada con unas impresionantes dosis de cursilería.

Chávez invoca el amor verdadero, convierte la administración pública en un asunto afectivo, hace de la gerencia del país un melodrama donde el pueblo y él son los protagonistas de un amor interminable, de una pasión que siempre corre detrás de su final feliz.

La retórica chavista tiene bastante que ver con la tradición de la radionovela y de la telenovela. No solo en su sentido más rítmico -la telenovela también, más que verse se escucha-, en la reiteración musical del discurso, sino en el uso de parábolas, en la ausencia de formulaciones sustantivas, abstractas, en la elección del cuento como forma de explicación de lo real. También se basa en la construcción de un héroe popular que se levanta desde todas las miserias y consigue finalmente la venganza, la fortuna y la felicidad.

Chávez es una versión exitosa de esa concepción melodramática de la historia. Pasó de la cárcel a la Presidencia. Su historia -la real y la que construye verbalmente, día a día- tiene mucho de bolero, de tango, de canción ranchera. Esto, dentro de las características de un país petrolero, puede adquirir dimensiones apoteósicas. Porque Chávez también representa un gran sueño de nuestra identidad: la aspiración de millones de pobres en un país tocado por una riqueza providencial. Él es la versión exitosa de los desheredados, de aquellos a quienes se les ha quitado una fortuna que les pertenece. Vemos su historia por televisión. Esperando que se acaben los falsos suspensos. Esperando que el protagonista por fin haga justicia y nos demuestre su amor.

Aunque desee colarse en el firmamento de las leyendas revolucionarias del continente, en realidad, el heroísmo de Chávez está en otro lado. Tiene más de show business que de guerra de guerrillas. Aunque no le guste, Chávez está más cerca de Delia Fiallo que del Che Guevara. "Amor con amor se paga" sigue siendo su consigna más eficaz. Al igual que en la telenovela, eso es lo mejor que administra: la esperanza de los pobres.

Vivimos los tiempos de la épica mediática. Las celebridades ya no tienen caballos sino ondas hertzianas. Sin embargo, hay algo que no cambia nunca, su naturaleza es la misma: necesitan un ansia, la puntual persistencia de un deseo. En 1974, el joven Chávez era cadete de la Academia Militar. Estaba en Caracas. Desfiló en un acto oficial y pudo ver, más o menos de cerca, a Carlos Andrés Pérez, quien acababa de iniciar su primer período presidencial.

Esa noche, el joven cadete se quedó despierto hasta tarde para observar la repetición del acto oficial por televisión. Quería mirarse, quería ver si aparecía desfilando. El 13 de marzo escribió en su diario: "Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo Presidente. Cuando le veo, quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar". Hugo Chávez todavía no había cumplido 20 años.

(El Tiempo/Bogotá. Alberto Barrera Tyszka es autor de obras de ficción como 'La enfermedad' y 'Crímenes', ambas bajo el sello Anagrama. De su trabajo periodístico es reconocida la biografía de Hugo Chávez que escribió con Cristina Marcano y se tituló 'Hugo Chávez, sin uniforme'. Graduado en Letras, escribe en medios como 'El País', 'Letras Libres' y 'Etiqueta Negra'. Además escribe guines de cine y telenovelas)

domingo, 9 de enero de 2011

La ideología y las balas

Dice Aristóbulo Istúriz que la nueva Asamblea Nacional no está para hablar pendejadas. Que no se van a distraer con "goteras". Que quieren una discusión conceptual, ideológica. Que quieren debatir sobre el Hombre Nuevo.

Yo no dudo que sea tentador. Probablemente se trata, incluso, de una de las más recurrentes utopías íntimas de cualquier venezolano: cobrar un sueldo por hablar pajita y tomar café. Que te paguen por conversar sobre modelos políticos, sobre la situación actual, sobre cómo está la vaina y qué hay qué hacer con este país. No está nada mal. Casi es un ideal revolucionario.

Sin embargo, no fue ése el trato que hicimos cuando los contratamos, cuando votamos por ellos el 26 de septiembre del año pasado. La verdad, no están ahí para discutir sobre el Estado burgués o el Estado comunal. No, mientras las cifras de la pobreza ascienden, tal y como lo señalan las propias estadísticas oficiales.

Tampoco, en su estreno, en esta primera semana, el oficialismo nos deslumbró con un extraordinario ejemplo de lo que propone Istúriz. En su primera intervención, el pasado miércoles, Earle Herrera descalificó los planteamientos del diputado Alfonso Marquina acusándolo de los crímenes que, en el pasado, tanto su partido como todos los gobiernos anteriores, cometieron. Su argumentación alcanzó el clímax conceptual cuando toda la bancada del partido de gobierno se puso de pie y comenzó a gritar: "¡Asesinos! ¡Asesinos!", con una enjundia y una hondura hermenéutica que olvídate de Jürgen Habermas y de la Escuela de Franckfurt.

Para ponerse a ese nivel, bastaría recordar a los jóvenes soldados que llevaron, bajo engaño, a la madrugada del 4 de febrero de 1992. Nunca les dijeron que iban a dar un golpe de Estado. Los lanzaron a una guerra sin ningún aviso, con la conciencia vendada. ¿Cuántos de ellos murieron? ¿Les parece ese caso heroico? ¿Creen que el Che Guevara hubiera hecho lo mismo, que estaría orgulloso, que diría que así se comporta el Hombre Nuevo? ¿Quieren discutirlo? Ahora que ya no son mayoría absoluta, los diputados del Gobierno desean restarle importancia a la Asamblea, cuestionan el significado de la representación parlamentaria.

Eso también forma parte de lo que Istúriz llama el "debate ideológico". La democracia sólo parece ser útil a la hora de conseguir una apariencia de legitimidad. Cuando pretende ser una experiencia política auténtica, diversa, que exige el reconocimiento del otro y la negociación, intentan de inmediato someterla, despojarla de todo poder. No deja de ser llamativo que hablen del "pueblo legislador" después de otorgarle al Presidente una Ley Habilitante para que, por año y medio, legisle de manera personal sobre una amplia cantidad de temas. Ahí se acaba el debate ideológico. El único argumento político que tienen es ese orden vertical: Chávez es la autoridad, el pueblo y la ley. Tres en uno.

Quizás quien ha desarrollado con mayor honestidad este planteamiento es el joven diputado Robert Serra. "Si hacer lo que diga el comandante ­declaró después de la elección del 26 de septiembre­, cuando él lo diga y porque él lo diga, por mandato del pueblo, es ser una foca, entonces seré una foca los próximos años de mi vida". Poco importaría esta confesión mamífera si no fuera porque este mismo diputado, esta semana, ha acusado a los parlamentarios de la oposición de "no tener criterio propio". El oficialismo goza de una incoherencia infinita. La paradoja es su naturaleza. Tienen doble moral, doble discurso, doble ideología.

Por eso pueden llenarse la retórica hablando de transparencia y de sinceridad, mientras prohíben que otras cámaras, distintas de la suya, registren lo que ocurre dentro de la Asamblea. Allá adentro sólo hay una mirada, sólo hay un ángulo, una única versión.

Por eso, también, aunque se dicen de izquierda, devalúan y han estado a punto de aumentar el IVA y de aplicar un paquete económico que dejaría pálida a la derecha. Por eso pretendían imponer un control universitario donde, siguiendo la misma disciplina militar, la definición ideológica dependiera no del ejercicio democrático sino de la autoridad jerárquica.

El problema no es lo burgués o lo comunal: en el centro del debate está el Estado militar.

La sociedad disciplinada. Lo bolivarianamente correcto también puede ser muy reaccionario.

Dice Aristóbulo Istúriz que la nueva Asamblea Nacional no está para hablar pendejadas. Tiene razón. El pueblo tampoco espera que ellos lo hagan. No queremos que pierdan más tiempo con la ideología y con el Hombre Nuevo mientras, aquí, todos vivimos entre la inflación y las balas.

(El Nacional/Venezuela)