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domingo, 17 de abril de 2022

¿Huir o permanecer?: ser periodista en el país de Bukele. De Oscar Martínez

 "Hoy mismo, publicar la fotografía de una pinta de pandillas en un barrio bajo su control puede costarte la misma condena que si cometés homicidio simple. Una foto. Una vida. 15 años."


Publicado en EL PAIS, sábado 16 abril 2022

Nunca antes me había pedido tanta gente que abandonara El Salvador como ocurrió esta semana. Cuento 23 peticiones de ese tipo en mis mensajes. Vienen de familiares, organizaciones internacionales y, sobre todo, de colegas. De gente que me quiere en su mayoría: No vale la pena; no hay nada que demostrar; es hora de hacerlo; hay que tomar una pausa; sabes que puedes venir a mi casa. Hay, ahora mismo, que yo sepa, cuatro periodistas salvadoreños fuera del país preventivamente, a la espera de que el acoso del presidente Nayib Bukele y su aparato de ataque y persecución voltee a ver a otro lado, a su siguiente víctima; a la espera de averiguar más, de que las pocas fuentes valientes que quedan cuenten si es cierto e inminente que la Policía y la Fiscalía que le pertenecen a Bukele vienen por ellos. Pero es que irse es una decisión penosa, igual que quedarse.


Realmente necesitaba estas vacaciones de Semana Santa, pero solo la ingenuidad o alguna extraña fe atea pudieron llevarme a concluir que serían vacaciones. Las últimas tres semanas en El Salvador han sido un desbarajuste en un país donde ya casi nada quedaba en su lugar. Una serie de tragedias se encadenaron para terminar, entre otras, en dos circunstancias: Bukele con más poder; la prensa libre bajo más acoso.


Este es un resumen escrupuloso de lo ocurrido: el sábado 26 de marzo, las pandillas de El Salvador (que según reveló Bukele la semana pasada han aumentado de 64.000 a 86.000 miembros en su Administración) asesinaron como nunca antes en un solo día: 62 personas ese sábado; 87, entre viernes y lunes. Bukele ordenó a su Asamblea Legislativa decretar un régimen de excepción por 30 días, y el lunes los salvadoreños amanecimos menos ciudadanos: nos pueden arrestar si el soldado o policía de turno nos considera sospechosos, nos pueden detener 15 días sin derecho a ver a un juez, nos pueden intervenir las comunicaciones, de nuevo, sin orden de un juez. Días después, Bukele ordenó a su Asamblea que aumentara las penas a los pandilleros y que impusiera hasta 10 años de cárcel a niños de 12 años en adelante por vincularse a esos grupos criminales.


Luego, ya con las libertades disminuidas para todos, con el golpe de efecto de convertirse en un nuevo caudillo contra las pandillas, a pesar de haber negociado con ellas, nos llegó el turno a nosotros, a la prensa: Bukele ordenó a su Asamblea aprobar una ley mordaza que sanciona con entre 10 y 15 años de prisión a cualquier medio que reproduzca o transmita mensajes “originados o presuntamente originados” por las pandillas y que pudieran generar “zozobra”. La ley no puede ser más ambigua y deja en manos del régimen quién debe ir a la cárcel por 15 años en un país donde la violación se pena con entre seis y diez; y la tortura, con entre seis y 12.


¿Qué es zozobra? Lo que diga el rey.


Quiero recalcarlo de forma más gráfica: hoy mismo, publicar la fotografía de una pinta de pandillas en un barrio bajo su control puede costarte la misma condena que si cometés homicidio simple. Una foto. Una vida. 15 años.


A eso hay que sumar que hasta que el Régimen de Excepción termine, uno puede ser arrestado porque sí durante 15 días y, tras ver a un juez, ser enviado indefinidamente a una prisión si se le vincula con pandillas, hasta que el juicio concluya: 5 años, 10, 20…


Así llegó la Semana Santa, con varios periodistas que hemos dedicado más de una década a entender el fenómeno de las pandillas sin saber a cabalidad qué párrafo puede llevarnos a la cárcel, qué portada de nuestros libros puede ser un delito que nos conmine en un penal de pandillas. Hoy por hoy, me sentiría libre de presentar el libro El Niño de Hollywood, la historia de la Mara Salvatrucha 13 a través de uno de sus sicarios y traidores, y que escribí junto a mi hermano Juan José, en cualquier país donde se ha publicado: me sentiría libre de presentarlo en Italia, en Polonia, en Francia o Alemania... En El Salvador, presentarlo me podría refundir en la cárcel hasta mi cumpleaños 53. Tengo 38 años.


Oscar Martínez es autor de 3 libros traducidos a varios idiomas


Si quedaban dudas de la intención represiva de la ley hacia la prensa, el régimen se encargó de eliminarlas el día uno de la Semana Santa.

La mañana del sábado 9 de abril, de súbito, me levantaron decenas de llamadas de familiares y colegas, y el timbre de casa, que mi madre hacía sonar afanosamente. Un hombre que se presenta en redes sociales como asesor de Nuevas Ideas, el partido de Bukele, anunciaba que nos denunciaría a mí y a otra colega por violar la ley, por haber publicado y difundido la noticia de que, sin justificación legal, y según consta en la carta de un juez, Centros Penales liberó el año pasado a un líder de la MS-13 requerido en extradición por Estados Unidos.

Porque sí, un amigo del régimen haría formal la persecución.


Para ese día, Bryan Avelar, colaborador de The New York Times, ya había sido acusado por el diario oficialista de ser hermano de un líder pandillero. Bryan, que es uno de mis más cercanos amigos, no tiene hermanos, pero no importó. El panfleto del oficialismo había puesto el ojo sobre él. Importa su narrativa, porque en ella están las señales que un periodista debe leer parado sobre este cristal fino. La realidad es solo una plastilina que ellos moldean.


Bryan se puso a resguardo preventivo en un lugar seguro, con ayuda de su medio y de la Asociación de Periodistas de El Salvador, que en tiempos como este no solo defiende, sino que está en primera línea de riesgo.


El 10 de abril, el secretario de Prensa de la Presidencia, atacó en Twitter a Roberto Valencia, periodista vasco-salvadoreño con más de una década de trabajo para explicar a los grupos criminales. El funcionario movió en su red social un extracto de 52 segundos de una presentación de noviembre de 2018 en Casa América de Madrid, donde Roberto lanzaba su libro Carta desde Zacatraz, sobre el fenómeno de pandillas. Lo acusan básicamente de ser mensajero de las pandillas. Como con Bryan, el diario oficial también publicó nota, utilizando para graficarla la fotografía de mi otro hermano, Carlos, también periodista de El Faro. Los panfletos gubernamentales y varios funcionarios dieron vuelo a la difamación.


Para ese día, ya otra colega se había puesto a resguardo preventivo tras recibir información de que, como otro periodista de El Faro y yo, era parte de una averiguación fiscal por haber revelado las negociaciones entre Gobierno y pandillas. El régimen en sus absurdos, como si revelar no fuera un verbo rector del oficio. Les digo cuál verbo no lo es: aplaudir.


Siguiendo con las vacaciones, el 11 de abril, Bukele publicó desde su cuenta de 3,7 millones de seguidores, un extracto de una entrevista a mi hermano Juan José. Sacando de contexto una conversación colectiva de casi 30 minutos que Russia Today hizo a tres expertos en pandillas hace semanas, el presidente se quedó con 22 segundos donde Juan José, con más de una década de estudiar a esos grupos criminales, dos libros publicados y reconocimiento mundial, empezaba a explicar el nefasto rol social que cumplen en un país que controlan en buena medida y en el que, cuando quieren, como ocurrió aquel sábado sangriento, matan a 62 personas. “Esta basura, sobrino de un genocida, dice que:”, empezó Bukele el mensaje.


Lo del genocida viene de nuestro parentesco con mi tío Roberto d’Aubuisson, que murió en 1992 y fue el asesino de monseñor Romero, torturador y matador de varios miles durante la guerra, y alguien con quien no tuvimos mucha más relación familiar que la que el apellido deja en el documento de identidad. Pero para el régimen todo cuenta y en los mensajitos de Twitter todo cabe.


Tras ello, Juan José está también preventivamente en un lugar seguro. Varios diputados del oficialismo, obedientes e inconscientes, siguieron por la senda de la difamación trazada por su líder, acusando a Juan José de lo que fuera: desde agresiones a su pareja hasta liderazgo en las pandillas. Varias cuentas piden cárcel o muerte para él. La represión necesita sacudirse la razón. Confundir es una buena forma de sacudirse.


Para muchos de nosotros, periodistas, no hay cómo confundirse. Creada la ley, buscan calzar al culpable ante la opinión pública que dominan a placer. Creada la ambigua ley, buscan refundirnos en uno de sus múltiples huecos.


La ecuación se está ordenando, pero el resultado se anuncia: represión a quien ejerza libremente el oficio. Se acumulan las variables: leyes mordaza, denuncias ante la Fiscalía, acusaciones públicas del oficialismo, intervenciones con Pegasus, insultos del presidente.

La decisión de los colegas que están a resguardo es aún trémula. Huir no es un verbo que se ejecute sin dolor. Huir es un verbo que cambia vidas. También ir a prisión.


Para este artículo, llamé a Carlos Fernando Chamorro, fundador de Confidencial en Nicaragua, perseguido por el dictador Daniel Ortega y actualmente exiliado por su actividad periodística, reconocida por todo el mundo. Él, bajo acoso desde hace más de una década, con dos allanamientos ilegales en su redacción y varios de sus colegas en su misma situación, respondió esta pregunta: ¿Cuánto tardaste en decidir irte las dos veces que lo hiciste? “La primera vez, cinco días; la segunda, 24 horas”.


Siento que ese reloj infame ya corre en El Salvador. Las horas avanzan y la duda está instalada plenamente.


Le pregunté por qué lo hizo, y me dijo que huir nunca fue el acto central de su decisión, sino hacer periodismo. “Un periodista encarcelado no sirve de nada”, me repitió.


Me iluminó su respuesta. Pero no puedo dejar de pensar, aquí, bajo el tic tac de las agujas, que huir no está desligado entonces de la posibilidad de hacer periodismo y que, de momento, por más señales nefastas que se acumulan, probaré seguir haciendo periodismo desde aquí. Es una decisión personal, me dijo también Chamorro.


Espero que el reloj me espere.

Espero leer bien las señales.

Espero seguir haciendo periodismo.


domingo, 14 de julio de 2019

No es solo nuestra culpa, presidente Bukele. De Oscar Martínez

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en una conferencia de prensa en San Salvador el 2 de julio de 2019 CreditJosé Cabezas/Reuters
Oscar Martínez, reportero de El Faro

Publicado en EL NEW YORK TIMES/ES el 12 de julio 2019

EL SALVADOR — El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, dijo algo acerca de las miles de personas que se van hacia Estados Unidos que ningún presidente de Centroamérica había pronunciado con esa claridad: “Es nuestra culpa”. Lo dijo en referencia a Óscar y Valeria Martínez, padre e hija salvadoreños que se convirtieron en ícono de la tragedia migratoria tras aparecer ahogados en la ribera del río Bravo.
La frase de Bukele es meritoria al haber sido pronunciada en una región de migrantes, donde muchos políticos prefieren decir que todo está bien en sus países, que estos prosperan a ritmo galopante, incluso que no hay desplazamiento forzado. Y también refleja una nueva posición sobre el tema, pero se trata de un discurso conveniente para la clase política antiinmigrante de Estados Unidos.
Habría que corregir al presidente: es nuestra culpa, pero no solo nuestra culpa. No hay ningún líder reciente en Centroamérica que, además de reconocer su culpa, exija con contundencia respeto para sus ciudadanos que migran y ponga su voz en beneficio de sus denuncias y su tragedia humanitaria. Bukele aún tiene una oportunidad de ser el primero en esto.
En el tema migratorio, los gobiernos centroamericanos suelen actuar como paracaidistas en la tragedia. Cuando aparece una foto como la de Óscar y Valeria; cuando ocurre una masacre como la de agosto de 2010, en el estado mexicano de Tamaulipas, donde 72 personas que migraban hacia el norte fueron acribilladas por Los Zetas; cuando una caravana tras otra atraen la atención mundial, los gobernantes de estos países aparecen y dicen algo. Usualmente hacen llamados estériles a que la gente no migre. Les aseguran que en el camino pondrán en riesgo sus vidas, como si estos pueblos forjados en la migración no lo supieran en carne propia.
En realidad, Centroamérica también persigue a sus migrantes. El presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, envió en varias ocasiones a sus policías antimotines a detener el paso de caravanas. El gobierno guatemalteco ha bautizado como Operación Gobernanza a la instalación de retenes militares en la ruta interamericana para capturar migrantes, en su mayoría salvadoreños y hondureños.
Sí, Bukele hizo algo muy poco habitual entre los mandatarios centroamericanos, pero en otro sentido es igual que el resto de los líderes del Triángulo del Norte. Si hay algo que unifica el discurso de todos los presidentes de la región respecto a la migración es la incapacidad de criticar con contundencia las posturas antiinmigrantes de los gobiernos de Estados Unidos y México.
En México, los migrantes centroamericanos son extorsionados por autoridades desde hace décadas. México, actualmente, implementa una política migratoria que obliga a decenas de miles de personas a caminar por montes en el sur del país, expuestos a violaciones y asaltos. El presidente de Estados Unidos nos llamó “países de mierda” y amenazó a la región con cortar toda ayuda si no detiene a más centroamericanos en Centroamérica. Los gobiernos de la región responden, cuando ocurre el extraño caso, con tímidas declaraciones en las que ocupan verbos como “lamentar”, “exhortar”, “sugerir”.
La admisión de toda la culpa no ha sido la única frase de Bukele que será música para los oídos de algunos de los políticos estadounidenses más conservadores. El 8 de mayo, Bukele dijo en Washington a un grupo de congresistas: “Estamos alineados, ustedes no tienen que comprarnos para que estemos alineados porque pensamos de manera similar”. En esa ocasión, como respuesta al congresista republicano Ted Yoho, quien cuestionó el uso del dinero que Estados Unidos entrega a El Salvador, Bukele comparó a su país con un hijo que está dejando las drogas y a Estados Unidos con un papá que podría darle una oportunidad más y ayudarlo.
Yoho respondió a Bukele: “Tengo tres hijos y es lo que hacemos todo el tiempo: te voy a ayudar una vez más. Y creo que esta nación te ayudará”.
Aquello pareció una teatralización del problema que generan los discursos pusilánimes de los gobernantes centroamericanos ante Estados Unidos. Esa falsa idea de que en Centroamérica somos como hijos desastrosos de un padre magnánimo que por más que nos ayuda no logra componernos. Ese padre, siguiendo con la metáfora absurda, ha sido un déspota y en gran medida el culpable del desastre de hijos que tiene.
En El Salvador, por ejemplo, la violencia actual y la migración están directamente relacionadas con la guerra civil. Las grandes oleadas de salvadoreños en California llegaron huyendo de ese periodo de doce años que dejó más de 75.000 muertos. Las pandillas que ahora provocan que miles de salvadoreños huyan de la región nacieron allá, no muy lejos de Hollywood, con jóvenes que buscaban huir de una guerra patrocinada y sostenida por Estados Unidos. Llegaron, en el caso salvadoreño, en vuelos de deportados a un país destruido por esa guerra.
Miles huyen del norte centroamericano porque la violencia es extrema; miles migran porque la vida es precaria. Y eso es así porque sus gobiernos son corruptos y la mayoría de sus partidos políticos, máquinas de enriquecer a sus dueños. Pero también porque Estados Unidos ha tenido una incidencia directa en las decisiones de múltiples gobiernos centroamericanos. En muchas ocasiones, esa incidencia ha terminado en catástrofe.
Decenas de muertes de migrantes en la actualidad se deben a la decisión de gobernantes estadounidenses que amurallaron grandes tramos de su frontera y presionaron a México para que militarizara la suya. Hay mujeres que son violadas en los montes mexicanos y niños moribundos perdidos en el desierto estadounidense, en buena medida, gracias a que políticos de ambas naciones han decidido dejarles esas rutas peligrosas como única opción.
Sostener que los gobiernos centroamericanos no tienen parte de la culpa y que su corrupción no es factor clave en la migración es de cínicos o mentirosos. Pero decir que Estados Unidos no tiene otra parte de la culpa y de la responsabilidad de mejorar estas sociedades es de miopes o cobardes.
El presidente Bukele realmente hará un cambio de discurso ante el fenómeno de la migración si incluye esta última parte. Ha habido decenas de gobiernos centroamericanos que se disputan el primer lugar como el más genuflexo ante Estados Unidos, y eso no ha generado que el trato hacia los migrantes mejore. Es momento de completar el discurso, presidente, y dejar de contribuir a que Estados Unidos siga creyendo que es solo nuestra culpa.

Lea también la columna de Paolo Luers: ¿Mea Culpa?