"Hoy mismo, publicar la fotografía de una pinta de pandillas en un barrio bajo su control puede costarte la misma condena que si cometés homicidio simple. Una foto. Una vida. 15 años."
Nunca antes me había pedido tanta gente que abandonara El Salvador como ocurrió esta semana. Cuento 23 peticiones de ese tipo en mis mensajes. Vienen de familiares, organizaciones internacionales y, sobre todo, de colegas. De gente que me quiere en su mayoría: No vale la pena; no hay nada que demostrar; es hora de hacerlo; hay que tomar una pausa; sabes que puedes venir a mi casa. Hay, ahora mismo, que yo sepa, cuatro periodistas salvadoreños fuera del país preventivamente, a la espera de que el acoso del presidente Nayib Bukele y su aparato de ataque y persecución voltee a ver a otro lado, a su siguiente víctima; a la espera de averiguar más, de que las pocas fuentes valientes que quedan cuenten si es cierto e inminente que la Policía y la Fiscalía que le pertenecen a Bukele vienen por ellos. Pero es que irse es una decisión penosa, igual que quedarse.
Realmente necesitaba estas vacaciones de Semana Santa, pero solo la ingenuidad o alguna extraña fe atea pudieron llevarme a concluir que serían vacaciones. Las últimas tres semanas en El Salvador han sido un desbarajuste en un país donde ya casi nada quedaba en su lugar. Una serie de tragedias se encadenaron para terminar, entre otras, en dos circunstancias: Bukele con más poder; la prensa libre bajo más acoso.
Este es un resumen escrupuloso de lo ocurrido: el sábado 26 de marzo, las pandillas de El Salvador (que según reveló Bukele la semana pasada han aumentado de 64.000 a 86.000 miembros en su Administración) asesinaron como nunca antes en un solo día: 62 personas ese sábado; 87, entre viernes y lunes. Bukele ordenó a su Asamblea Legislativa decretar un régimen de excepción por 30 días, y el lunes los salvadoreños amanecimos menos ciudadanos: nos pueden arrestar si el soldado o policía de turno nos considera sospechosos, nos pueden detener 15 días sin derecho a ver a un juez, nos pueden intervenir las comunicaciones, de nuevo, sin orden de un juez. Días después, Bukele ordenó a su Asamblea que aumentara las penas a los pandilleros y que impusiera hasta 10 años de cárcel a niños de 12 años en adelante por vincularse a esos grupos criminales.
Luego, ya con las libertades disminuidas para todos, con el golpe de efecto de convertirse en un nuevo caudillo contra las pandillas, a pesar de haber negociado con ellas, nos llegó el turno a nosotros, a la prensa: Bukele ordenó a su Asamblea aprobar una ley mordaza que sanciona con entre 10 y 15 años de prisión a cualquier medio que reproduzca o transmita mensajes “originados o presuntamente originados” por las pandillas y que pudieran generar “zozobra”. La ley no puede ser más ambigua y deja en manos del régimen quién debe ir a la cárcel por 15 años en un país donde la violación se pena con entre seis y diez; y la tortura, con entre seis y 12.
¿Qué es zozobra? Lo que diga el rey.
Quiero recalcarlo de forma más gráfica: hoy mismo, publicar la fotografía de una pinta de pandillas en un barrio bajo su control puede costarte la misma condena que si cometés homicidio simple. Una foto. Una vida. 15 años.
A eso hay que sumar que hasta que el Régimen de Excepción termine, uno puede ser arrestado porque sí durante 15 días y, tras ver a un juez, ser enviado indefinidamente a una prisión si se le vincula con pandillas, hasta que el juicio concluya: 5 años, 10, 20…
Así llegó la Semana Santa, con varios periodistas que hemos dedicado más de una década a entender el fenómeno de las pandillas sin saber a cabalidad qué párrafo puede llevarnos a la cárcel, qué portada de nuestros libros puede ser un delito que nos conmine en un penal de pandillas. Hoy por hoy, me sentiría libre de presentar el libro El Niño de Hollywood, la historia de la Mara Salvatrucha 13 a través de uno de sus sicarios y traidores, y que escribí junto a mi hermano Juan José, en cualquier país donde se ha publicado: me sentiría libre de presentarlo en Italia, en Polonia, en Francia o Alemania... En El Salvador, presentarlo me podría refundir en la cárcel hasta mi cumpleaños 53. Tengo 38 años.
Oscar Martínez es autor de 3 libros traducidos a varios idiomas |
La mañana del sábado 9 de abril, de súbito, me levantaron decenas de llamadas de familiares y colegas, y el timbre de casa, que mi madre hacía sonar afanosamente. Un hombre que se presenta en redes sociales como asesor de Nuevas Ideas, el partido de Bukele, anunciaba que nos denunciaría a mí y a otra colega por violar la ley, por haber publicado y difundido la noticia de que, sin justificación legal, y según consta en la carta de un juez, Centros Penales liberó el año pasado a un líder de la MS-13 requerido en extradición por Estados Unidos.
Porque sí, un amigo del régimen haría formal la persecución.
Para ese día, Bryan Avelar, colaborador de The New York Times, ya había sido acusado por el diario oficialista de ser hermano de un líder pandillero. Bryan, que es uno de mis más cercanos amigos, no tiene hermanos, pero no importó. El panfleto del oficialismo había puesto el ojo sobre él. Importa su narrativa, porque en ella están las señales que un periodista debe leer parado sobre este cristal fino. La realidad es solo una plastilina que ellos moldean.
Bryan se puso a resguardo preventivo en un lugar seguro, con ayuda de su medio y de la Asociación de Periodistas de El Salvador, que en tiempos como este no solo defiende, sino que está en primera línea de riesgo.
El 10 de abril, el secretario de Prensa de la Presidencia, atacó en Twitter a Roberto Valencia, periodista vasco-salvadoreño con más de una década de trabajo para explicar a los grupos criminales. El funcionario movió en su red social un extracto de 52 segundos de una presentación de noviembre de 2018 en Casa América de Madrid, donde Roberto lanzaba su libro Carta desde Zacatraz, sobre el fenómeno de pandillas. Lo acusan básicamente de ser mensajero de las pandillas. Como con Bryan, el diario oficial también publicó nota, utilizando para graficarla la fotografía de mi otro hermano, Carlos, también periodista de El Faro. Los panfletos gubernamentales y varios funcionarios dieron vuelo a la difamación.
Para ese día, ya otra colega se había puesto a resguardo preventivo tras recibir información de que, como otro periodista de El Faro y yo, era parte de una averiguación fiscal por haber revelado las negociaciones entre Gobierno y pandillas. El régimen en sus absurdos, como si revelar no fuera un verbo rector del oficio. Les digo cuál verbo no lo es: aplaudir.
Siguiendo con las vacaciones, el 11 de abril, Bukele publicó desde su cuenta de 3,7 millones de seguidores, un extracto de una entrevista a mi hermano Juan José. Sacando de contexto una conversación colectiva de casi 30 minutos que Russia Today hizo a tres expertos en pandillas hace semanas, el presidente se quedó con 22 segundos donde Juan José, con más de una década de estudiar a esos grupos criminales, dos libros publicados y reconocimiento mundial, empezaba a explicar el nefasto rol social que cumplen en un país que controlan en buena medida y en el que, cuando quieren, como ocurrió aquel sábado sangriento, matan a 62 personas. “Esta basura, sobrino de un genocida, dice que:”, empezó Bukele el mensaje.
Lo del genocida viene de nuestro parentesco con mi tío Roberto d’Aubuisson, que murió en 1992 y fue el asesino de monseñor Romero, torturador y matador de varios miles durante la guerra, y alguien con quien no tuvimos mucha más relación familiar que la que el apellido deja en el documento de identidad. Pero para el régimen todo cuenta y en los mensajitos de Twitter todo cabe.
Tras ello, Juan José está también preventivamente en un lugar seguro. Varios diputados del oficialismo, obedientes e inconscientes, siguieron por la senda de la difamación trazada por su líder, acusando a Juan José de lo que fuera: desde agresiones a su pareja hasta liderazgo en las pandillas. Varias cuentas piden cárcel o muerte para él. La represión necesita sacudirse la razón. Confundir es una buena forma de sacudirse.
Para muchos de nosotros, periodistas, no hay cómo confundirse. Creada la ley, buscan calzar al culpable ante la opinión pública que dominan a placer. Creada la ambigua ley, buscan refundirnos en uno de sus múltiples huecos.
La ecuación se está ordenando, pero el resultado se anuncia: represión a quien ejerza libremente el oficio. Se acumulan las variables: leyes mordaza, denuncias ante la Fiscalía, acusaciones públicas del oficialismo, intervenciones con Pegasus, insultos del presidente.
La decisión de los colegas que están a resguardo es aún trémula. Huir no es un verbo que se ejecute sin dolor. Huir es un verbo que cambia vidas. También ir a prisión.
Para este artículo, llamé a Carlos Fernando Chamorro, fundador de Confidencial en Nicaragua, perseguido por el dictador Daniel Ortega y actualmente exiliado por su actividad periodística, reconocida por todo el mundo. Él, bajo acoso desde hace más de una década, con dos allanamientos ilegales en su redacción y varios de sus colegas en su misma situación, respondió esta pregunta: ¿Cuánto tardaste en decidir irte las dos veces que lo hiciste? “La primera vez, cinco días; la segunda, 24 horas”.
Siento que ese reloj infame ya corre en El Salvador. Las horas avanzan y la duda está instalada plenamente.
Le pregunté por qué lo hizo, y me dijo que huir nunca fue el acto central de su decisión, sino hacer periodismo. “Un periodista encarcelado no sirve de nada”, me repitió.
Me iluminó su respuesta. Pero no puedo dejar de pensar, aquí, bajo el tic tac de las agujas, que huir no está desligado entonces de la posibilidad de hacer periodismo y que, de momento, por más señales nefastas que se acumulan, probaré seguir haciendo periodismo desde aquí. Es una decisión personal, me dijo también Chamorro.
Espero que el reloj me espere.
Espero leer bien las señales.
Espero seguir haciendo periodismo.