Lo más importante de la visita del cardenal Urosa a la Asamblea  Nacional fue que no pudimos ver ni oír lo que pasó. Lo verdaderamente  trascendente no fue qué dijo o qué no dijo el jerarca de la Iglesia  Católica, qué preguntaron o criticaron los diputados, sino el ejercicio  del silencio que le impuso el poder al resto de la sociedad.    
    
    No nos permitieron saber lo que ocurría. Convirtieron la información en un secreto, en su secreto.    
    
    Todo el encendido discurso sobre la democracia verdadera, sobre el  parlamentarismo de calle y la participación popular, esta semana se  volvió de pronto un blandengue blablablá. El martes, después de toda la  bulla orquestada, presionando a Urosa para asistir a la Asamblea, los  mismos asambleístas decidieron a última hora impedir la entrada de los  medios de comunicación al recinto. Decidieron bloquear a sus  representados. Prohibieron la información en vivo y en directo. Es parte  de la misma absurda tragicomedia que vivimos: ahora la revolución no  debe ser transmitida.    
    
    El caso puede resultar emblemático para una sociedad que todavía no  sabe muy bien cómo entender el problema de la libertad de expresión. Es  una categoría que en nuestro país necesita seis o siete comillas.    
    
    Quizás ya es hora de no seguir tan pendientes de lo que se dice y  empezar a evaluar más bien todo lo que tanto se silencia. Cada vez  sabemos menos.    
    
    Cada vez es más difícil acceder a alguna información pública. Peor aún: la información se nos ha vuelto un accidente.    
    
    Vivimos del rumor y del desmentido. Un correo anónimo, llegado de  quién sabe dónde, que usa nombres falsos y habla con lenguaje cifrado,  puede de pronto llevarnos a una guerra... Lo real se nos ha vuelto un  problema de fe.    
    
    Las sociedades necesitan no sólo medir lo que se dice, lo que se  puede decir, sino también aquello que no se dice, el silencio que se  ordena y que se establece desde el poder. Dentro de esta perspectiva,  los medios oficiales se han mantenido casi siempre como un espejo aún  más feroz de lo que tanto cuestionan. Practican el black out con  grosero descaro. Ya estamos acostumbrados. Pasa todos los días. Esta  semana hubo un paro en el Hospital Militar. ¿Cuál fue el único medio  televisivo que no se presentó a cubrir la noticia? Adivinaste. VTV. El  canal de todos los venezolanos.    
    
    Un petroestado, inmensamente rico y rediseñado de manera cada vez más  personalista, es probablemente el escenario ideal para generar un tipo  de sociedad, que cuenta con determinados niveles de libertad de  expresión, pero que a la vez tiene un creciente control de la  información.    
    
    Esa es la obsesión de la nueva élite dominante del país: el control.  Sólo permite la diversidad, la libertad, la comunicación o la  transparencia, hasta ese límite preciso, hasta el instante en que ve  amenazado su control. Eso puede explicar que una cadena oficial sea  también, en determinado momento, una forma de censura. El ruido  gubernamental también es una manera de callarnos.    
    
    No en balde, desde diferentes flancos, el poder lleva tiempo  organizando y desarrollando nuevas y veladas formas para ejercer, al  amparo de una nueva legalidad, la censura y la represión de contenidos.  Forma parte de la misma ansiedad, del mismo proyecto de acumulación de  poder y control de la sociedad. Necesitan mantener cualquier información  bajo su mando. Seguimos asistiendo a la nueva aplicación de la dinámica  castrense a la vida social. Así es el militarismo del siglo XXI. La  tropa sólo debe saber lo necesario.    
    
    Por eso preparan una nueva suerte de regulación que le permita a un  funcionario decidir qué pueden o no saber los ciudadanos. Bastaría  registrar una mínima historia de la información pública desde 1999 hasta  este año.    
    
    De seguro ahí veríamos este proceso con bastante claridad. Tanto  hablar de socialismo para terminar después privatizando la información  pública. Los representantes del pueblo se han convertido en los censores  del pueblo.    
    
    Lentamente, los venezolanos hemos ido siendo despojados de nuestra  capacidad de saber. Podemos hablar pero no saber. Podemos hablar, pero  con consecuencias cada vez mayores. El gobierno que monopoliza los  medios, el gobierno que desea monopolizar la palabra, también gerencia a  la vez el silencio. Y lo hace de manera letal.    
    
    Lo quiere convertir en una conducta, en una prudencia ciudadana, en  otra forma de miedo. Hacia allá vamos. Hacia el silencio preventivo.  Callarse para sobrevivir. Callarse en defensa propia.
(El Nacional/Venezuela. El autor es escritor y guionista)