No fue fácil su ingreso, pues nunca hubo un acuerdo sólido sobre pertinencia y legalidad. En el Congreso entró a fuerza de presión internacional. La CICIG era la última oportunidad de Guatemala para no caer en el rango de Estado paria. Una buena idea, al cabo, conducida con dejos de prepotencia.
La CICIG fue Castresana, y su talento comunicador amplió la base de adeptos, hasta ganar el respaldo del establishment al adoptar los asuntos que a estos interesaron, relegando los embarazosos. El momento fulgurante fue su intervención directa en la elección de magistrados, defensor público y fiscal general. Descalificaba con tal seguridad, que nadie dudó de su palabra. Era un súper fiscal con un aparato de investigación detrás, dispuesto a estrujar los sótanos corruptos del sistema. Lo que el país clama.
Pero súbitamente la estrella se eclipsó. Identificando una irresistible campaña de descrédito movida por mafias concertadas, pidió su cambio, y salió aclamado como el virtuoso crack que, avanzado el juego, deja a su equipo plantado ganando el partido.
Tras reflectores discurrían otras historias menos épicas. La trama del caso Rosenberg abrió interrogantes (no se estaba diciendo toda la verdad), y los señalamientos hiperbólicos del Comisionado despertaron dudas sobre el sustento técnico de las afirmaciones. Hubo casos fallidos porque los casos se retorcían: criminales sí, pero enganchados por delitos ajenos. Por doquier aparecían testimonios de jueces coaccionados e incluso de periodistas acosados. Métodos de guerra; el fin justifica.
Las declaraciones de la ex fiscal de la CICIG, la costarricense Gisele Rivera, develan desde dentro lo que permaneció oculto. Hubo acusaciones sin base, investigaciones engavetadas, acuerdos políticos tras bambalinas. Extravío del mandato.
Castresana se fue y tendrán que venir evaluaciones objetivas, antes de renegociar o ampliar el acuerdo de la CICIG.
Tendríamos que cuestionar órganos sin supervisión cruzada; confiar menos en superestrellas y más en fiscales discretos que hacen su trabajo derecho. Aprender que la relación incestuosa entre justicia y política crea más problemas de los que resuelve. Y a propósito de los encendidos reclamos éticos de estos días, admitir que aquí también hubo divorcio de la ética jurídica. De seguir una estrategia sucia para aplacar la impunidad, aquí nos crecerá otro culebrón. La ONU también se equivoca y ojalá nos muestre que sabe introducir correctivos.