Ni México ni Colombia, con sus guerrillas y sus narcos, alcanzan las cifras de El Salvador. El pequeño país centroamericano es el más violento de américa. Cada dos horas se asesina a una persona. En sus calles, la violencia es un espectáculo para todos los públicos.
Aquella mañana, Petrona Rivas, de 27 años, salió deprisa de su humilde casa en el barrio de el matazano. Llegaba tarde a recoger a sus dos hijas.
Pasaban unos minutos de las once de la mañana cuando llegó a la escuela Valle Nuevo. Las madres se apiñaban en la puerta y algunos de los niños se habían montado ya en la furgoneta que los lleva a sus casas. Un día soleado, radiante. Mucho bullicio, mucha gente en la calle. Petrona busca con la mirada a sus hijas cuando dos individuos se acercan por detrás y le disparan dos tiros en la nuca. Calibre nueve milímetros. No tuvo tiempo de reaccionar, murió en el acto. Los disparos provocaron la espantada de padres y niños, salvo de los que estaban en la furgoneta. Lisette Lemus, una joven fotógrafa que casualmente estaba allí haciendo un reportaje sobre educación, hace el recorrido inverso, acude al ruido de los disparos y fotografía el cadáver de la joven sobre el asfalto ante la mirada atónita de los niños. A las hijas de Petrona no las dejaron ya salir del colegio para evitarles el impacto. Un año después, su asesinato sigue siendo uno más en la larga lista de casos irresueltos por la Policía. «¿Por qué la mataron?», pregunta el periodista en comisaría. «Asuntos de las maras, un ajuste de cuentas», dice un policía como un salmo aprendido. «¿Qué relación tenía ella con las maras?» «Parece que tuvo una relación con un marero.» «Pero le dispararon a plena luz del día, a cara descubierta; los asesinos se fueron andando, ¿nadie los ha identificado?» El agente mira, incrédulo. «¿Cómo dice?»
Con una población de poco más de seis millones de habitantes, las cifras de criminalidad en el país centroamericano se asemejan a las de un escenario de guerra. La Policía se declara incapaz de controlarlo. Entre los casos de corrupción que se extienden por sus filas y la falta de medios en un país de por sí corto de recursos, se sienten desbordados. Por ello, en noviembre pasado, el gobierno de Mauricio Funes, primer presidente de izquierdas en la historia de El Salvador, aprobó la movilización de 2.500 militares para realizar labores de seguridad pública. La presencia de los militares en las calles en un país que sufrió una guerra civil devastadora entre 1980 y 1992, con el enfrentamiento entre el ejército y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), podía percibirse como una amenaza por una parte de la población. Sin embargo, las encuestas reflejaban que el 92 por ciento de los ciudadanos de San Salvador, la capital, aplaudía que el Ejército colaborara con la Policía.
En 2009, la Policía Nacional registró 4.365 homicidios, mil muertos más que en el año 2008. De ellos, 493 eran menores de edad. La mayor parte de estos asesinatos están relacionados con «las maras». Las maras tuvieron su origen en los años ochenta en la inmigración salvadoreña a varias ciudades de Estados Unidos. Algunos grupos de los jóvenes inmigrantes imitaron la organización de las pandillas mexicanas más consolidadas, creando su propia identidad tras su deportación a El Salvador. Estos jóvenes pandilleros importaron nuevas formas de violencia y extendieron su influencia desde Estados Unidos a Centroamérica. Las maras son grupos de adolescentes y jóvenes, en su mayoría provenientes de entornos muy marginales, que utilizan la violencia extrema, el robo o el secuestro como modo de vida. Se calcula que su número supera los 20.000 miembros entre las dos principales organizaciones criminales, la Mara Salvatrucha, conocida en Estados Unidos como la MS-13, y la Mara 18, llamada así porque tuvo origen en la calle 18 de Los Ángeles. Niños de diez años pueden unirse a estas organizaciones, tras pasar sus ritos de iniciación, y entre los 15 y los 20, los que sobreviven, alcanzan su participación plena. En los últimos años, su relación con las redes de narcotráfico y extorsión se ha hecho más estrecha. El 2 de septiembre de 2009, el fotógrafo y documentalista francoespañol Christian Poveda fue torturado y asesinado con varios disparos en el rostro realizados a corta distancia por varios mareros. En su último documental, La vida loca, había mostrado cómo la violencia más extrema es el modo de vida de las maras. No se lo perdonaron.
Según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en El Salvador hay más de 450.000 armas repartidas entre la población civil. La violencia es un espectáculo cotidiano. A pesar de que los medios llegaron a un pacto para no mostrarla en toda su crudeza, la realidad se impone en la calle y es dificil no verla o sufrirla.
El presidente, Mauricio Funes, tiene un compromiso personal en esta lucha. Su familia ha sufrido las consecuencias de la violencia, en forma de cruel paradoja del destino. Había enviado a estudiar a París a su hijo Alejandro, de 27 años, para protegerlo de la violencia de su país y fue asesinado en 2007 por un borracho en la capital del Sena. Pero no va a ser fácil. Veinte mil pandilleros es demasiada gente en un país donde la pobreza campa por los barrios y en el que muchos sólo encuentran en la mara una identidad que no les puede dar un trabajo digno. Además, la Policía tampoco está por la labor –ni tiene los medios– de investigar. El caso de Petrona, a pesar de que la foto ganó el World Press y se ha publicado en medio mundo, no se ha investigado. Incluso en el periódico de Lisette Lemus, cuando llegó con la foto, le recriminaron que hubiese tomado una escena tan cruda cuando los medios han hecho un pacto con la sociedad de no publicar imágenes sangrientas. Las ven cada día a la vuelta de la esquina, no las quieren en las portadas. | |
| ASÍ FUNCIONAN LAS MARAS | |
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