El presidente brasileño Lula da Silva inició ayer su cuarta visita oficial a Cuba, considerada como la de despedida. Poco antes de aterrizar en La Habana, supo de la muerte del preso político Orlando Zapata a consecuencia de una huelga de hambre mantenida durante 85 días. Su familia denunció malos tratos a lo largo de los años de cárcel y aseguró que no recibió atención médica adecuada hasta que su estado de salud empeoró de manera irreversible. La muerte de Zapata constituye un acta de acusación adicional, y un motivo de enérgica condena, contra la dictadura más longeva de América Latina y una de las más liberticidas de la historia del continente. Pero es también una prueba decisiva para la comunidad internacional y para el presidente Lula, que tiene en su mano ejercer como portavoz tanto por su ascendiente latinoamericano como por el hecho de encontrarse en la isla.
Con esta visita a La Habana, coincidente con la muerte de Zapata, Lula tiene la ocasión de demostrar que el creciente papel internacional de Brasil no significa sacrificar el principal capital político que ha cosechado: la opción por una izquierda capaz de ofrecer progreso y bienestar mediante el fortalecimiento y la gestión de las instituciones y los procedimientos democráticos. El silencio de Lula frente a una dictadura como la castrista -seguido de la timorata reacción de la UE, a empezar por el inane y críptico mensaje de Rodríguez Zapatero en Ginebra- empañaría lo que él representa, tan importante para América Latina y, en la medida en que Brasil afianza su posición de potencia emergente, para el resto del mundo.
Un grupo de disidentes cubanos ha solicitado al presidente Lula que interceda por la suerte de los presos. El compromiso que Brasil ha demostrado con los derechos humanos sería suficiente para justificar esta gestión, pero la muerte de Zapata la hace inexcusable. El trato con La Habana y, sobre todo, con el mito que la revolución castrista sigue representando para parte de la izquierda latinoamericana, sitúa en una difícil posición a cualquier dirigente de la región, pero más todavía al presidente brasileño. Pero las dificultades para gestionar las relaciones con ese mito no pueden llevar a cerrar los ojos ante los atropellos que se cometen en Cuba, y que en este caso se han saldado con la muerte de un preso político. El castrismo ya no puede extender credencial alguna de progresismo. Por el contrario, es su gestión al frente de Brasil la que constituye el ejemplo alternativo.
Sin las cortapisas regionales de Brasil, y sin los equilibrios que exige una visita oficial, es inaceptable que la Europa en la que España ejerce la presidencia se limite a lamentar la muerte por inanición de un preso político. El régimen cubano es responsable de la vida y la integridad de quienes ha condenado a pudrirse en sus mazmorras. Mucho más cuando esa condena sólo obedece a decisiones tiránicas de una saga familiar.
(El País/Madrid)