Acaba de estrenarse en Netflix una película histórica, que más actual no podría ser: ‘Munich, the edge of war’. Es sobre la peligrosa situación del 1938, cuando Hitler amenazó con invadir a la vecino Checoslovaquia y las otras dos potencias europeas, Francia e Gran Bretaña, fueron en octubre 1938 a Munich para pedir cacao a Hitler: no ataque a Checoslovaquia, porque esto provocará una segunda guerra mundial, y a cambio le damos permiso a anexar ‘pacíficamente’ el Sudetenland, una provincia checa colindante a Alemania, reclamada por el ‘Tercer Reich’ nazi por tener población étnicamente alemana. A cambio, Hitler prometió no usar la guerra para expandir su imperio.
Para Hitler esta conquista del Sudetenland fue el segundo paso de la creación de la Gran Alemania, que incluiría todos los territorios, donde vivían alemanes, aunque como minoría étnica. El primer paso había sido el ‘Anschluss’, la incorporación de Austria al Imperio Alemán.
En 1938, a la vista de todo el mundo, en Alemania ya estaba reinando un régimen dictatorial, cruel y racista, que tenía preso en campos de concentración a sindicalistas, socialdemócratas, comunistas y que comenzó a erradicar la población judía. Pero todavía a esta altura, el primer ministro británico trató de convencer a los ingleses y a los demás países europeos, cansados y aterrorizados de la Primera Guerra Mundial (1914 a 1919), que a Hitler no había que aislarlo sino incorporarlo en una Europa de paz.
Fue una visión peligrosamente ingenua. Y tal vez cobarde. Medio año después, Alemania invadió el resto de Checoslovaquia, y luego Polonia. A los ingleses y franceses, que tenían pactos de defensa con Polonia, no les quedaba otra que declararle la guerra a Hitler. La industria armamentista de Alemania estaba lista, no así la de Francia y Gran Bretaña. El resto es historia: La Segunda Guerra Mundial.