Publicado en EL DIARIO DE HOY, 14 octubre 2019
En la mayoría de países en el continente americano pocos accidentes conllevan tanta consecuencia jurídica como el lugar donde se nace. Sin que medie en lo absoluto la propia voluntad, queda uno atado al lugar dónde uno nace por vía de la nacionalidad, que en la mayoría de naciones americanas se transmite por vía del territorio. A este “derecho”, a ser del lugar de donde se nace, se le conoce como ius soli, o derecho del suelo, y es de las maneras más generosas en que los ordenamientos jurídicos de un país conceden la nacionalidad. Como contraste, en casi toda Europa y muchos países de Asia y África, la ciudadanía se concede por medio de la sangre (ius sanguini, o derecho de la sangre), es decir, se hereda la nacionalidad de los padres.
Y como ninguna de estas considera la voluntad del sujeto del derecho es que los ordenamientos jurídicos contemplan la naturalización como una forma de adquirir la ciudadanía.
En mi opinión, el acto de naturalización en muchos casos representa una de las más alta formas de patriotismo, pues el compromiso de querer pertenecer, la convicción que implica peticionar ante las autoridades extranjeras para decir “de aquí quiero ser”, es mayor que el de muchos ciudadanos por “nacimiento”, que no tuvimos que hacer nada para recibir el caudal de derechos que el ordenamiento jurídico amarra a la nacionalidad.
Y es que fuera de aspiraciones a cargos públicos como la presidencia, una vez concedida la nacionalidad por naturalización, viene con toditos los derechos y obligaciones que la nacionalidad por nacimiento. Esto incluye el goce de la libertad de expresión, protegido por el artículo 6 de la Constitución de la República, en el que se lee que “Toda persona puede expresar y difundir libremente sus pensamientos siempre que no subvierta el orden público, ni lesione la moral, el honor, ni la vida privada de los demás”. Y esto quizás se le olvidó al Director General de Migración y Extranjería, Ricardo Cucalón (olvido vergonzoso para cualquiera, pero especialmente para alguien que se presenta como abogado y notario), que dejó en evidencia en Twitter su propensión por el autoritarismo cuando dijo que la Ley de Migración debería contemplar la revocación de la ciudadanía y la expulsión del territorio para ciudadanos naturalizados que expresen opiniones que no le gustan.
El ciudadano naturalizado en ese caso era el columnista de este periódico (y mi buen amigo) Paolo Lüers, que con el tono irónico que le caracteriza estaba criticando los métodos que la actual administración está usando para atraer al turismo. Si tiene razón o no Paolo no es parte de la discusión: en mi opinión, en la larga lista de razones para criticar y auditar a este gobierno que ha desplegado más de una manifestación de autoritarismo junior, la de usar baile folclórico para atraer al turista está bastante baja en la lista de prioridades. Pero es cuestión de opiniones, y la de Lüers, ciudadano salvadoreño de origen alemán, ni subvierte el orden público ni lesiona la moral, honor, ni vida privada de nadie. Por lo que es un insulto a la mera institución de la naturalización que Cucalón expresara semejante sandez, y más penoso aún resulta que hubiera diputados como Milena Mayorga que le aplaudieran.
En un país como el nuestro, que exporta más migrantes que los que acoge, el buen trato a los inmigrantes (naturalizados o no) debería ser un elemento cultural importante. Que el Director de Migración y Extranjería piense que los derechos pueden usarse como martillos para castigar a opositores políticos debería preocuparnos a todos los salvadoreños, sin importar el lugar donde nacimos.
@crislopezg
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