Publicado en EL DIARIO DE HOY, 3 septiembre 2019
El 20 de agosto fue un día importante para la comunidad salvadoreña inmigrante que vive en la capital estadounidense y sus zonas aledañas en los estados de Virginia y Maryland. Se celebró el primer aniversario del acuerdo oficial de “hermanamiento” entre la capital estadounidense y la capital salvadoreña. Si bien la naturaleza del evento es política y burocrática, es imposible no destacar la importancia cultural de su existencia.
Especialmente en la época por la que estamos pasando, en la que el “conservadurismo compasivo” que predicaban los Bush y que incluía un aspecto decididamente pro-inmigrante, se ha convertido en un recuerdo lejano.
Los inmigrantes salvadoreños, en particular, hemos sido pintados por la retórica Trumpista con brocha gorda, caricaturizados como criminales unidimensionales cuya única motivación de dejar la patria atrás en busca de nuevos horizontes es, según esta reductiva visión de “América primero”, exclusivamente el saqueo sistemático de recursos ajenos, ya sea a través de crímenes o a través de gañanada.
Esta visión ignora cualquier contribución a dichos recursos y reduce la imagen de nuestros compatriotas ya sea al estereotipo de la actividad pandilleril o a la tragedia que aparece en las portadas de los medios internacionales, de cuerpos inertes tras el fracaso de la arriesgada travesía a través de aguas fronterizas.
Es por eso que celebraciones simbólicas como el hermanamiento de estas dos ciudades enlazadas culturalmente por el accidente sociológico del flujo histórico migratorio que ha hecho de Washington, D.C. un hogar para tantos salvadoreños, tienen tanto significado. Porque sirven como validación de que nuestras contribuciones fuera de la patria dejan marca.
De que nuestra cultura es valiosa y merece la apreciación que recibe en el extranjero por parte de extraños que quizás jamás pisarán tierras salvadoreñas, pero que conocen de sobra nuestra cocina por medio de la cantidad abrumadora de pupuserías — muchas con servicio a domicilio — que abundan en las calles de la capital estadounidense.
De que cuando la municipalidad capitalina cierra las calles el Viernes Santo en Columbia Heights, un barrio al norte de Washington D.C., porque la comunidad salvadoreña y otras comunidades hispanas menos numerosas celebran la procesión del Santo Entierro, no estamos abusando del espacio de nadie, ni cogiéndonos del codo de la ciudad que nos da la mano, sino viviendo de manera auténtica y contribuyendo culturalmente al riquísimo tapiz global de culturas, tomándonos un espacio que merecemos tanto como cualquier otro residente de esta zona.
En la ceremonia oficial en la que los equipos municipales del Alcalde de San Salvador, Ernesto Muyshondt, y la alcaldesa de Washington, D.C., Muriel Bowser, celebraron el aniversario de hermanamiento, participó la directora de asuntos latinos del gobierno de DC, Jackie Reyes-Yanez, salvadoreña y estadounidense que representa a cabalidad, con profesionalidad y eficacia, a tantos inmigrantes que han encontrado un hogar fuera de la patria que los vio nacer.
En una conmovedora representación de esta dualidad de identidades, los himnos de ambas naciones fueron interpretados por Beverly Pérez, que fue presentada al público como salvadoreña-americana: sin necesidad de escoger entre una u otra nacionalidad, tan salvadoreña como estadounidense, interpretando ambos símbolos patrios con familiaridad.
Y como Beverly hay tantísimas personas: cómodamente fluidas en su biculturalidad, capaces de “cambiar de chip” así como lo requieran las circunstancias, lejísimos de parecerse a la caricatura que por puro populismo politiquero quiere pintar el movimiento anti-inmigrante. Y por eso son importantes estas celebraciones: porque en medio de la retórica populista y xenófoba le permiten a tantos salvadoreños viviendo afuera perder el miedo y sentirse bienvenidos, por lo menos por un rato.