90 años son una vida larga. Y a veces una
vida llena. Fui a Alemania a celebrar los 90 años de mi hermano mayor.
Aparte de sus hermanos, hijos, nietos y sobrinos habían llegado a
Düsseldorf gente de la India y Eritrea. Escucharlos hablar del impacto
que mi hermano Lüder ha tenido sobre sus vidas y comunidades me ha hecho
tomar conciencia de la vida que este hombre ha llevado, de su
compromiso humanitario —y del carácter revolucionario de su labor de
toda la vida.
No
siempre lo he visto así. Por el contrario. Yo me autoproclamé el
revolucionario de la familia, el que quería cambiar el mundo —y siempre
he visto a mi hermano como el conservador del clan.
Cuando comencé a politizarme, tuve dos influencias contrarias en la familia: mi hermano Ulf, catedrático y activista del trabajo social, me haló hacia la izquierda; Lüder trató de halarme hacia un profundo cristianismo y un movimiento internacional, de auge en los años 60, que se llamaba “Moral Re-Armament”, algo como “Armamento Moral”. Cuando tenía 15 años, Lüder me llevó a un congreso de este movimiento —y salí espantado. Para mí, era una secta. Me fui politizando con la izquierda, en el Partido Socialdemócrata y luego con el movimiento estudiantil antiautoritario del 68. Y todo lo que mi hermano representaba para mí era una desviación de los verdaderos problemas del mundo, que gritaban por transformaciones radicales, no por sermones moralistas.
Cuando comencé a politizarme, tuve dos influencias contrarias en la familia: mi hermano Ulf, catedrático y activista del trabajo social, me haló hacia la izquierda; Lüder trató de halarme hacia un profundo cristianismo y un movimiento internacional, de auge en los años 60, que se llamaba “Moral Re-Armament”, algo como “Armamento Moral”. Cuando tenía 15 años, Lüder me llevó a un congreso de este movimiento —y salí espantado. Para mí, era una secta. Me fui politizando con la izquierda, en el Partido Socialdemócrata y luego con el movimiento estudiantil antiautoritario del 68. Y todo lo que mi hermano representaba para mí era una desviación de los verdaderos problemas del mundo, que gritaban por transformaciones radicales, no por sermones moralistas.
Cuando yo estaba inmerso en la rebelión del 68, Lüder anunció que iba a vender su exitoso negocio de arquitecto paisajista e invertir todo —dinero, trabajo, compromiso personal— en proyectos humanitarios en la India. Primero inició un proyecto de pozos para agua potable, luego fundó una organización que recogía a niños huérfanos o abandonados y les dio techo, comida, salud y educación. Igual, para mí esto era poner parches, yo quería la revolución. Cuando dejé mi carrera como periodista para trabajar en una fábrica y organizar las bases para radicalizar el sindicato, ni siquiera tuve conciencia que estuve haciendo algo muy parecido al rumbo que había tomado mi hermano.
Igual, cuando fui a El Salvador para
participar en la guerrilla, nunca se me cruzó por la cabeza que los dos
estábamos en vidas paralelas. No pude verlo, las diferencias ideológicas
eran demasiado grandes…
Hablando con sus amigos de la India y
Etiopía, donde Lüder luego lanzó proyectos similares para jóvenes, hoy
me doy cuenta que en ambos países lo ven y admiran como un
revolucionario social. Me cuentan que en la India unos 40 mil niños se
beneficiaron de la labor de mi hermano, con una concepción bien
emancipativa. Miles de ellos llegaron a graduarse en universidades, y
muchos de ellos ahora son líderes de la emergente sociedad civil de la
India. Los que llegaron a Düsseldorf son exalumnos de los proyectos
dirigidos por Lüder y hablan de él como si fuera Martin Luther King o
Nelson Mandela. Semejante cosa pasó en Etiopía donde Lüder comenzó su
trabajo en 1974, en medio de una guerra civil y una sequía, que ambos
mataron a cientos de miles. Miles de jóvenes no solo fueron rescatados
sino convertidos en líderes sociales, comunales, religiosos y políticos.
En los últimos 20 años, cada vez que vi a mi hermano, nos dimos cuenta que ambos habíamos flexibilizado nuestras posiciones y desarrollado mucho más tolerancia —y autocrítica. Pero fue hasta esta fiesta de sus 90 años y escuchando a sus amigos de la India y de Eritrea, que tomé conciencia del impacto social y revolucionario que durante décadas ha tenido mi hermano, supuestamente un moralista incapaz de ver que al mundo hay que cambiarlo. Lo cambió profundamente, mucho más que yo. También me di cuenta que mi hermano ha inculcado a sus 4 hijos, ahora profesionales hechos, un enorme respeto por las decisiones personales y políticas que yo he tomado en mi vida. Hablando con ellos, resulta que siempre han visto que la vida de su padre y la de su tío eran vidas paralelas y no contrarias. Uno de ellos me dijo: Aunque casi no te conozco, para nosotros siempre has sido un ejemplo en cuanto al compromiso de intervenir donde hay pobreza e injusticia.
Mi hermano tuvo que cumplir 90 años para
que yo me diera cuenta de todo lo que compartimos, a pesar de diferentes
vestimentas ideológicas.
Me doy cuenta que en última instancia no
son las ideologías las que cuentan, sino las acciones y su consistencia.
Qué bueno que haya decidido viajar a Alemania para celebrar el
cumpleaños de mi hermano mayor.
(El Diario de Hoy)