Publicado en LA PRENSA GRAFICA, 29 septiembre 2019
Esa noche, mientras veía arder las bodegas de la Ciudad Prohibida, al emperador chino Puyi ya no le quedó ninguna duda. Los eunucos que le servían eran los verdaderos dueños de la administración del imperio; al verse amenazados por un inventario que revelara sus robos, prefirieron darle fuego a todo.
Los ancestros de Puyi no fueron los inventores de esa horripilante variante de la sumisión que es castrar a un hombre y condenarlo a servir a continuación. Dos mil años antes de Cristo, los sumerios ya comprobaban que un prisionero de guerra sometido a esas condiciones era mucho más anuente a colaborar en las tareas domésticas, competente como para hacerlo en el palacio.
Persas, griegos y bizantinos estuvieron familiarizados con esa ominosa versión del servicio público; algunos eunucos destacaron tanto al servicio de los señores que se volvieron ricos e influyentes. La única aspiración de muchas familias pobres en esos imperios fue castrar a alguno de sus hijos y conseguir que lo admitieran en la corte.
La ausencia de testosterona y sus efectos en la voz, el vello o la pérdida de la masa ósea no superaban en efectividad al principal efecto de la castración: la docilidad. Es que el que gobierna, un rey, un emperador, un autócrata moderno disfrazado de cualquier otra cosa, no puede proceder a sus anchas si no tiene garantizada la obediencia.
Por ser la representación terrenal de la divinidad, muchos de aquellos soberanos gozaban de la devoción fetichista de su camarilla, de la bola de parásitos que suele arremolinarse alrededor del poder para medrar de esa proximidad. Pero como bien lo describiera Winston Churchill hace medio siglo, "un estado tal en el que no pueden expresarse los propios pensamientos, en el que hasta los hijos denuncian a sus padres a la Policía, no puede durar mucho tiempo". Para garantizarlo, había que borrar cualquier atisbo de resistencia del círculo cercano; para el resto, para los súbditos no castrados, estaba el garrote de la milicia.
Puyi fue el último emperador chino; hacia 1945, luego de la II Guerra Mundial, fue puesto a las órdenes del gobierno revolucionario de Mao Tse Tung, tratado como traidor, apresado y reeducado. Murió en la enfermedad y el olvido, convertido en un burócrata de poca monta, en 1967.
Hasta sus últimos días, el emperador en desgracia juró que sus esfuerzos por modernizar un poco la administración imperial fueron auténticos, y que no estuvo en su voluntad que fracasaran rotundamente. Pero no había modo en el que un solo hombre rompiera con el orden de las cosas. El orden es siempre un balance, y en aquella situación los eunucos que formaban parte de él, ejerciéndolo de modo corrupto y defendiéndolo hasta las últimas consecuencias, se volcaron en contra suya.
Por eso entonces como ahora, en cualquier lugar del mundo en el que hay vida política, la pregunta fundamental sobre el orden es qué tan sólidas son sus bases, quiénes lo defienden, quienes atentan contra él, y quienes son sus beneficiarios. Y aún más revelador: ¿en qué consiste ese orden?
Por ejemplo, si el orden al que nos referimos fuese uno en el que el verdadero poder no sufre contrapresos ni da cuentas, con el que gobierna convertido apenas en su mayordomo, su continuidad atentaría contra el bien común y el interés ciudadano. En un caso tal, el orden no sería una aspiración sino una tragedia, y aquellos que lo defienden, unos eunucos inconscientes o de plano unos miserables.
Es que disfrazado de oveja, de cambio, hasta de revolución, más temprano que tarde el poder querrá amputarnos el espíritu, la castración final. ¿Se lo facilitamos bajándonos los pantalones?