En el debate sobre la amnistía y su
derogación por la Sala de lo Constitucional, muchos hablan de ‘las
víctimas’, como si fueran un solo sector determinado de la sociedad,
cohesionado, fácil de contraponer a los victimarios. Este es el discurso
permanente de las organizaciones de derechos humanos, muchas de ellas
ahora trabajando a todo vapor para presentar o reabrir, a nombre de ‘las
víctimas’, demandas penales.
No es así. Así como durante la guerra hubo múltiples generadores de violaciones a los derechos humanos, en todo el espectro social y político, existe un universo muy diverso de víctimas.
Víctimas de crímenes de guerra son los mil campesinos masacrados por la Fuerza Armada en El Mozote, pero también los mil campesinos ejecutados como ‘traidores’ por las FPL en San Vicente.
Víctimas son los maestros, estudiantes, sindicalistas y religiosos asesinados o torturados por Escuadrones de la Muerte, igual que los políticos, fiscales, intelectuales, empresarios asesinados por comandos urbanos.
Víctimas son los desaparecidos por los Cuerpos de Seguridad, pero también los secuestrados por la guerrilla – y sus respectivas familias destrozadas.
Víctimas son los que murieron en el atentado a FENASTRAS, pero también los que murieron en el atentado en la Zona Rosa.
Víctima es el padre Ellacuría, pero también el doctor Rodríguez Porth. Caso de una fatal simetría: ambos eliminados por el sector más intransigente del campo opuesto, por el pecado de favorecer una solución negociada al conflicto.
No existen ‘las víctimas’ por otra razón: Tanto entre los víctimas de la Fuerza Armada, como entre los de la guerrilla, y también entre las internas de la izquierda hay quienes piden juicios, quienes piden venganza, y quienes no buscan ninguna de las dos.
No existen ‘las víctimas’. Y nadie que puede arrogarse hablar por todas.
Cuando en los años 90 se discutió el proyecto de erigir un monumento a las víctimas, algunos propusimos que fuera dedicado a la memoria de todas, no solo las de un lado. Esta idea fue rechazada por las organizaciones de derechos humanos que se arrogaban (y siguen arrogándose) la representación de ‘las víctimas’. Por esto, en el bello muro negro en el Parque Cuscatlán están todos los nombres de los que murieron a manos de la Fuerza Armada, los cuerpos de seguridad y los escuadrones, pero de ninguna de las víctimas a manos de la guerrilla. Y ni un solo nombre de los muertos por pleitos y ‘limpiezas’ internas de la izquierda. Que son las que pocos mencionan.
Suelo visitar este muro, porque lleva los nombres de muchos amigos. Pero siempre siento algo de vergüenza por los nombres que faltan, por la mezquindad que se expresa en su ausencia. Como si hubiera víctimas buenas y víctimas malas – y por tanto victimarios malos y buenos.
Si en este muro estarían escritos, junto a los nombres de monseñor Romero y los masacrados por el ejército, también los de Roque Dalton, de José Antonio Rodríguez Porth, de Peccorini, de Roberto Poma y de los colaboradores y combatientes de las FPL fusilados por su propios compañeros – me atrevo pensar que tuviéramos un mejor país.
Tal vez nos diéramos cuenta que víctimas y victimarios son mucho más entrelazados que muchos quisieran reconocer – partes de un rompecabezas de miedos, odios, resentimientos, que abarcó a toda la sociedad, transversal a sus divisiones ideológicas.
Ahora, cuando todos nos preguntamos: ¿y hoy qué hacemos con la amnistía derogada y los cientos de casos pendientes?, abandonemos primero el uso arbitrario e ideológico del termino ‘víctimas’. Abandonemos la idea errónea que este es una sociedad dividida entre víctimas y victimarios, entre buenos y malos.
Es interesante observar que en Colombia pasa lo mismo, pero al revés. Toda la discusión sobre justicia y paz, que hizo tan complicada la aceptación de los Acuerdos de Paz con las FARC, se concentró en los crímenes de las FARC. En Colombia todo el debate se concentra en las victimas de las FARC. Pero igual que en El Salvador, los actores de violencia y violaciones a los derechos humanos son múltiples y transversal al espectro político. Nadie en su sano juicio puede decir que las FARC son responsables de los 200 mil muertos y los millones de desplazados. El ejército y los paramilitares tienen que asumir su parte en la cuota de sangre. Muchos colombianos aceptan la impunidad de los militares y de los financistas de los paramilitares, pero se niegan a aceptar una amnistía para los guerrilleros.
Y aquí en El Salvador, muchos aceptan que los dirigentes de la ex guerrilla gozan de amnistía, pero no la quieren conceder a los jefes militares. En mi pueblo, esto se llama hipocresía. Deberíamos cerrar este capítulo y preocuparnos de las víctimas actuales.
(El Diario de Hoy)