Con la salida de Carlos Castresana de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) se evidenció el estilo ambiguo de Naciones Unidas, cuya política consiste en hacer saltar las alarmas para enseguida satisfacerse con recomendaciones burocráticas y volantazos incoherentes.
Es difícil que, estando contaminada por la realidad guatemalteca y la vaguedad ideológica de Nueva York, la CICIG desbarate los aparatos criminales que defienden sus intereses en el corazón del Estado. Además, los enemigos de la CICIG juegan con las cartas marcadas. Trafican al amparo de una red de infiltrados, asesinos y parásitos. Mantienen boyante un negocio cimentado en la colonización del servicio público.
El empuje de Carlos Castresana para enfrentarse a la mafia decayó al portarse como el boxeador que, ante el inminente choque con un peso pesado, desperdicia su fuerza en nimiedades. El yerro de Naciones Unidas: su debilidad por la prensa, una relación de amor-odio que aleja a sus enviados de la discreción estratégica y hace brotar malquerencias que pasan factura.
El 12 de enero pasado, Castresana afirmó que Rodrigo Rosenberg concibió su propio asesinato para vengarse de Álvaro Colom y sus allegados. Al final, la bomba que el vídeo prometía estallar resultó un globo melodramático. Gracias a la CICIG, el presidente guatemalteco pudo envalentonarse ante la conspiración. Sin embargo, esta ayuda simboliza el haraquiri de su independencia. Porque si la teoría sobre el caso Rosenberg es categórica, chirría un defecto: resolver en tiempo récord el asesinato de Rosenberg, no así el caso Musa (Khalil y Marjorie fueron ametrallados en abril de 2009 a raíz de una disputa que, según el suicida, involucra a la élite política). Hasta hoy, ignoramos quién ordenó sus muertes.
Dos meses después de aquella rueda de prensa, el ministro de Relaciones Exteriores de Guatemala solicitó y obtuvo la prórroga del mandato de la CICIG. Aunque su presupuesto no surge del erario local ni de la ONU, sino de las donaciones de 16 países, sólo el Gobierno Colom puede requerir prolongaciones. Semejante débito condiciona la labor de la CICIG. De ahí que en su hoja de resultados no figure ningún pez gordo. En la captura del ex presidente Alfonso Portillo, es obvio que el reclamo de EE UU fue determinante. Que la CICIG se adjudique el éxito da señales de confusión sobre su objetivo y sus prácticas.
Con la última designación del fiscal general ardió Troya. La Constitución establece que su nombramiento recae en el presidente de la República, quien lo escoge entre seis candidatos calificados por autoridades judiciales, académicas y gremiales. Para Castresana, el grueso de los aspirantes incumplía la idoneidad o representaba al crimen organizado. Peor: sospechó de la propia Comisión de Postulación.
En las circunstancias actuales, ¿a quién iba a elegir Álvaro Colom? Al aliado que pare las embestidas en su contra. Ante esa coyuntura, Castresana dimitió asegurando que era objeto de una campaña negra. ¿Esperaba que los criminales jugaran limpio? "Le estamos mirando la cara al monstruo, y le sostenemos la mirada", dijo. Los capos respondieron con hechos: "Pero no nos puedes sostener el pulso". Aquí reaparece el caso Rosenberg. Precisamente, Mario David García -el periodista radial que recomendó al desesperado grabar su testimonio- ventiló el rumor de que el fiscal español tenía amoríos y favoritismos profesionales con una joven abogada jamaicana. García, de trayectoria golpista, se dio el lujo de entrevistar a un supuesto portavoz de la esposa de Castresana. Esta pedrada, calumniosa o no, es la predilecta para defenestrar incómodos.
Sorprende que la CICIG reproduzca a ratos la conducta de Rosenberg: denunciar sin probar. Mientras el muerto jura que Colom y su entorno asesinaron a los Musa, el jefe de la CICIG acusó al fiscal general electo, Conrado Reyes, de proteger los intereses de organizaciones ilícitas. Esa imputación emplazaba a Castresana, no a las salas de prensa ni al despacho presidencial, sino a los tribunales de justicia.
La Corte de Constitucionalidad revocó el 10 de junio el brevísimo periodo del ahora ex fiscal general Conrado Reyes. Los magistrados mediaron en una situación que empieza a desbordarse para desgracia de un país brutalizado por la violencia.
De ser cierta la adscripción de Reyes, era la ocasión para acreditar in fraganti que el Estado guatemalteco está plagado de mafiosos. En este contexto, las reacciones complotistas son inevitables, incluyendo contestaciones sanguinarias, como esas cuatro cabezas mensajeras que aparecieron en la capital, o el secuestro y descuartizamiento de una funcionaria de presidios.
Carlos Castresana tiró la toalla precipitadamente. El Departamento de Asuntos Políticos no podía barajar, veloz y en frío, una lista de sustitutos. Si ya tenían en mente un reemplazo -Francisco Dall'Anese, el fiscal general de Costa Rica-, el encuentro con el secretario general Ban Ki-moon se trató de una remoción.
Los capos de la mafia apenas mostraron las orejas del lobo a Castresana. Si Francisco Dall'Anese acepta la servidumbre mediática y extralimita los privilegios de su cargo, pregonando más que apretando, también habrá mordido el polvo.
(El País/Madrid. El autor es escritor guatemalteco, autor de El cálculo egoísta: inmigración y racismo en la España del siglo XXI.)