La culpa la tiene Valentina Maninat. El cuento es así: hace un par de meses, mientras esperábamos para participar en un programa, Lisseth Boon y yo conversábamos en un pasillo de Unión Radio. El tema era Twitter. De repente, cruzó junto a nosotros Valentina.
Apurada, como corresponde a alguien que gerencia una empresa que se dedica a hablar durante todo el día. Saludó velozmente y estuvo a punto de seguir, pero la palabra Twitter funcionó como un anzuelo y se quedó enganchada. Fue ella la que insistió en la posibilidad de establecer relaciones sanas con la tecnología, recordó la importancia de una herramienta como ésa en tiempos de crisis, aludió a las elecciones de Irán... Salí de la emisora convencido de que yo era un mastodonte morado, más cerca de las cavernas que de Bill Gates. Decidí entonces unirme a Twitter.
No me importó el haber escrito, ya antes, algunos chistes sobre esta cofradía de los 140 caracteres. Me equivoqué, decía. Ahora me contradigo, ¿cuál es el problema?, seguía diciéndome, con vehemencia digital. Al llegar a mi casa me senté frente a la computadora y abrí mi cuenta en Twitter. Seguí cada paso. Elegí mi nombre de batalla y, de pronto, cuando ya estaba todo listo, cuando sólo faltaba enviar un primer mensaje, cuando tuve mi página abierta frente a los ojos, de pronto, repito, quedé paralizado.
¡Ay! El antiguo Barrera, el pagano, seguía ahí. No se había convertido realmente. Todavía tenía dudas. No hay que confundir el repentino entusiasmo con la fe. Quedé congelado, leyendo una y otra vez la invitación a realizar el último paso, a mandar un primer mensaje que decretara finalmente mi estreno en la comunidad. Me imaginé entonces pegado todo el día a Twitter, invadido e invadiendo a todo el mundo; me vi leyendo, no a Chejov o a Hemingway, sino a gente a la que no conozco, o peor: a gente a la que conozco y por eso mismo no quiero leer. Vislumbré un futuro inmediato atado a esa peculiar central telegráfica que tendría tan al alcance de la mano. Mi alma carnívora, siempre dispuesta a cualquier adicción, comenzó a salivar. Mientras, el resto de mí comenzó a asustarse. Casi me vi ingresando a una organización de twitteros anónimos. Día a día.
Poco a poco. Hoy no lo hago, mañana sí.
Tengo algunos lectores que, a veces, se quejan de la tendencia política de estas entregas dominicales. Algunos de ellos, incluso, tienen la sospecha de que alguien me paga para que, cada semana, critique o cuestione al Presidente.
No entienden que el problema no es sólo Chávez sino el poder. Que esa es la naturaleza de la crónica, hacerse preguntas sobre el poder, sea cual sea su nombre. Para no defraudarlos, digo entonces que la incorporación del Presidente a Twitter, desde hace ya varios días, vino a sumar dudas a mi reticencia ante la cuenta aún no estrenada.
¿Qué puede hacer que un hombre que se siente llamado a salvar el mundo tenga tiempo para abrir y atender una cuenta en Twitter? ¿Qué pasa dentro de ese ser humano para que, además, promueva públicamente su ingreso a Twitter, como si eso realmente fuera un hecho trascendente? Y todavía más: ¿qué mueve a esa persona a leer públicamente los mensajes que le llegan a su cuenta de Twitter? ¿Por qué los mismos medios participan también en este raro juego y reseñan esa nimiedad como si fuera en realidad una noticia? Toda esta semana he estado saboreando estas inquietudes. Me resulta asombroso ver cómo el Presidente delata su debilidad de una manera tan evidente. Es un niño que demanda todo el tiempo más y mayor atención. ¿Alguien imagina, por ejemplo, a Lula en ese plan? Por no hablar de las leyendas con las que Chávez desea emparentarse: es ridículo imaginar al Che Guevara leyéndole a sus soldados su correspondencia o diciéndoles "vengan y escuchen lo que escribí anoche en mi diario". Es un ansia, una obsesión por la omnipresencia.
Quiere que a donde voltees, lo veas. La gimnasia de la vanidad no se detiene nunca.
No descansa.
Segundo round con Twitter y sigo perdiendo. Presiento que, quizás, sea más saludable ser un mastodonte morado que entrar a esa suerte de Planet Idol donde se cree que cuantos más seguidores tengas, serás mejor. Veo a amigos cuya vida, gracias o por culpa de Twitter, ha cambiado completamente.
Y entonces pienso que yo ya tengo los días llenos de dedos. Paso todo el tiempo escribiendo, tengo el correo, uso el chat. No sé cuándo tanta comunicación se nos vuelva un exceso. Tal vez, en el fondo, temo que escribir o responder un mensaje se convierta en un proyecto de vida, que la existencia de pronto se nos consuma en 140 caracteres.
(El Nacional/Venezuela)