Son cosas tan repetidas... Si el PCE empezó a usar la expresión "reconciliación nacional" en 1956, si en nuestro primer Parlamento democrático individuos de los dos bandos fueron capaces de sentarse codo con codo, ¿a qué viene ahora esta ira delegada? La historia está para estudiarla, reflexionar sobre ella; la Ley de la Memoria Histórica se basa en la reparación moral de las víctimas, pero todo eso nada tiene que ver con este baile de artículos en los que, como si se escribiera desde la trinchera, columnistas airados se tiran los muertos a la cabeza. El resultado es una falta de respeto hacia esas víctimas que intentan honrar y hacia los vivos también, por ejemplo, hacia esos más de cuatro millones de parados que claman por una solución a su desamparo.
Hay muchos asuntos en España sobre los que es urgente un consenso: la educación, la aplicación de la Ley de Dependencia, el recorte de gasto público, el cambio de nuestro sistema productivo. Son necesarias tanta energía e inteligencia como las que hicieron falta en la Transición. Ensuciar el ambiente reavivando la agresividad que escupía la prensa en los meses previos a la guerra es no tener cabeza. Si alguien ha de perder la calma, dejemos que sean los desesperados.
Recordar no es utilizar la historia como un arma para hacer política. España ya no es aquella que fue. Somos nosotros, en gran medida, esta clase privilegiada que la glosamos en tertulias o columnas, los que pareciera que queremos verla perpetuada en su pasado miserable. A diario se sacan a pasear los célebres versos de Gil de Biedma, "De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal". La belleza y la fuerza poéticas no tienen por qué ser fieles a la verdad. Y la verdad es que la Historia no se acaba. La estamos escribiendo ahora, con nuestra templanza o nuestra irresponsabilidad.
(El País/Madrid; la autora es escritora y periodista)