En menos de una década, todos los países han visto crecer la violencia resultado de pandillas dedicadas al narcomenudeo y dispararse la corrupción en las instituciones de seguridad por la penetración del crimen organizado. La pacifica Trinidad pasó de siete homicidios por 100.000 habitantes a más de 30. Guatemala, Honduras y El Salvador viven una guerra olvidada que los ha convertido en la región más violenta del planeta. Si en México asusta ver decapitados, en Guatemala y El Salvador las maras juegan al fútbol con las cabezas de sus víctimas.
Centroamérica y el Caribe reúnen condiciones óptimas para convertirse en una narcorregión que podría incluir varios Estados fallidos, una violencia endémica brutal y emigraciones más masivas que las actuales. La región tiene muchos espacios con ausencia o debilidad del Estado. Esos espacios están ubicados en rutas geográficamente estratégicas para mover droga desde Colombia y Venezuela; son ideales para bodegas, laboratorios o bases logísticas, y están habitados por poca población pobre, fácilmente ganable por los delincuentes. Se ha formado en esos lugares un entramado de rutas múltiples que incluyen, entre otros, el Petén guatemalteco, la costa del Pacífico entre Nicaragua y El Salvador, la costa atlántica de Honduras y Nicaragua, las fronteras de Belice y Guatemala con México y la conexión por el Atlántico de toda Centroamérica con Jamaica, República Dominicana, Haití, Trinidad y todas las islas caribeñas, que, además, tienen mucho turismo y por lo tanto consumo de drogas.
Exportación a Europa y EE UU
La región combina la rentabilidad de ruta para exportar a gran escala a Europa y EE UU y de plaza para vender al menudeo en el camino. Esta combinación genera en el terreno una fatal mezcla delictiva; por un lado, crimen organizado movido por la codicia, y por otro, miseria organizada en pandillas juveniles urbanas dedicadas al narcomenudeo y las extorsiones. Aunque converjan, son dos fenómenos de distinta naturaleza, uno se come al Estado vía corrupción y el otro a la sociedad vía la violencia, la descomposición social y la degradación moral.
Los medios han puesto toda la atención sobre la violencia en México; sin embargo, el problema principal está en el Caribe y Centroamérica. Casi por razones aritméticas, México terminará poniendo en control la violencia, aunque tendrá que aceptar un saldo marginal de ésta. El poder dañino del comercio de drogas es directamente proporcional al tamaño de la economía de los países. Para Europa y Estados Unidos, las drogas son un problema marginal, porque la economía ilegal de la droga no puede competir con sus economías legales. La economía legal genera una correlación social, una disponibilidad de recursos del Estado y unos poderes fácticos formales que impiden o reducen fuerza al desarrollo de poderes fácticos criminales.
Sobre la economía de la droga hay desde buenas especulaciones hasta fantasías mediáticas que colocan a Pablo Escobar y el Chapo Guzmán entre los hombres más ricos del mundo, o que imaginan unos capos ilustrados invirtiendo para el futuro, cuando en realidad no viven más de 40 años. La evidencia muestra, por ello, que sus inversiones son en cash, en tiempo presente y limitadas a autos, joyas, mujeres y bienes raíces en sus localidades.
En el 2008 ingresaron a México 14.000 millones de dólares en cash, de los cuales 4.000 corresponden a turismo. Si suponemos que los 10.000 millones restantes corresponden a las drogas y los comparamos con el trillón de dólares del PIB de México, concluimos que para este la droga es marginal, aun sin restar el dinero que se va a Sudamérica. Sin duda para México es más marginal que para Colombia, pero menos que para EE UU. Esto implica que México no puede aplicar la tolerancia estadounidense, pero sí permite prever que saldrá más rápido y mejor que Colombia de la violencia. La eficacia de la estrategia es, en estos dos casos, un asunto de consensos políticos y aprendizaje, porque ambos Estados tienen con qué defenderse.
Pero cuando especulamos con los montos de la economía de la droga y su impacto sobre los micro-Estados del Caribe y Centroamérica, resulta obvio que estos no pueden resolver solos el problema y que la inseguridad los terminará volviendo inviables. En cualquiera de esos países, el narcodinero es suficiente para construir poderes fácticos que dominen territorios y población y coopten o sustituyan al Estado. Allí cualquier capo con unos cientos de millones puede comprar o poner de rodillas a policías, jueces, empresarios, periodistas, generales, y hasta presidentes.