En noviembre de 2009 se cumplieron veinte años del asesinato de Ignacio Ellacuría junto a otros cinco jesuitas y una señora que colaboraba en la limpieza de la Universidad Centro Americana (UCA) y su hija menor. Este horrendo e injustificable crimen sucedió en San Salvador en medio (o casi al final) de una durísima ofensiva de las guerrillas comunistas del FMLN sobre la capital.
Tropas del ejército vinculadas al Batallón Atlacatl, bajo órdenes de un alto oficial (que niega la veracidad de esta información), irrumpieron en los predios de la UCA y exterminaron a los educadores jesuitas y a las dos infelices mujeres que se encontraban, casualmente, en el lugar de los hechos. Todas las víctimas, naturalmente, estaban desarmadas, y en la institución ni siquiera encontraron propaganda en contra del gobierno de Alfredo Cristiani, el primer presidente electo de la etapa democrática salvadoreña, hombre que en 1992 firmaría la paz con las guerrillas.
El crimen sucedió (la fecha es importante para lo que luego sigue) el 16 de noviembre de 1989. Ignacio Ellacuría, vasco, de familia intensamente católica, con otros dos hermanos sacerdotes, era el rector de la UCA y se le tenía, justamente, por un teólogo notable. Había estudiado su doctorado en Filosofía en Madrid, en la Universidad Complutense, bajo la dirección de Xavier Zubiri, filósofo que en aquellos años gozaba del prestigio de ser, tal vez, el pensador más original y profundo de España.
Ellacuría, sin embargo, se apartó parcialmente de la línea de reflexión de Xubiri –más dado a la metafísica abstracta--, y se acercó a la Teología de la Liberación surgida de la Conferencia de Medellín de 1968, cuando una parte de la iglesia católica latinoamericana, tras una lectura sesgada de la Biblia, le dio un giro de 180 grados a su trabajo pastoral y redefinió su misión: su prioridad más urgente sería luchar junto a los pobres en el terreno político, aunque la redención de los humildes acarreara admitir, a veces, la necesidad de recurrir a la violencia.
Pocos meses antes del vigésimo aniversario del asesinato de Ellacuría y las otras siete víctimas, la Audiencia Nacional de Madrid, presidida por el juez Eloy Velasco, se había declarado competente para encausar a los responsables de este “crimen contra la humanidad”, a tenor de la creciente actuación de los tribunales de otras naciones ante ciertos delitos que no deben quedar impunes.
A fin de cuentas, cinco de los seis jesuitas habían nacido en España, aunque tenían nacionalidad salvadoreña. Por otra parte, la Comisión de la Verdad formada en El Salvador había investigado el crimen exhaustivamente, conocía los datos precisos sobre cómo se llevó a cabo la matanza, y había divulgado los nombres de los oficiales que habían dado la orden de acabar con los jesuitas “sin dejar testigos”, por lo que los soldados también eliminaron a la señora de la limpieza y a su hija de 16 años sin la menor compasión.
No obstante, según narra el diario El Mundo de Madrid en su edición del domingo 15 de noviembre de 2009, en una crónica firmada por Antonio Rubio, de acuerdo con unos documentos desclasificados del Departamento de Estado del gobierno de Washington y de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la embajada de Estados Unidos y la Embajada de España en San Salvador, esta última por medio del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), supuestamente tenían información de que los jesuitas de la UCA iban a ser asesinados por el ejército en represalia por la ofensiva de las guerrillas del FMLN.
Fue en ese punto en el que el gobierno cubano, con una asombrosa falta de escrúpulos, decidió utilizar el cadáver de Ellacuría para sus fines propagandísticos. ¿Cómo? Nada menos que acusándome de complicidad con los asesinatos. Vale la pena entender la estructura de la manipulación porque es toda una lección sobre cómo funciona la maquinaria de desinformación de la dictadura cubana.
La profanación del cadáver de Ellacuría
Previamente, durante años, los voceros castristas habían difundido intensamente dos mentiras en mi contra con el objeto de tratar de desacreditar mis análisis y denuncias sobre la tiranía cubana expresados en artículos, conferencias y libros. Habían difundido mil veces la falsedad de que yo era un agente de la CIA con un turbio pasado terrorista, algo que, además de falso, no dejaba de ser irónico, dado que el terrorismo es una especialidad del gobierno cubano, que no sólo me envió a mi oficina de Madrid y a mi nombre una bomba dentro de un libro titulado Una muerte muy dulce, sino que, como demuestra la biografía de Carlos Ilich Ramírez, el Chacal había sido entrenado en Cuba junto a numerosos asesinos de misma vertiente política.
Además, alegaba la propaganda castrista, supuestamente yo estaba vinculado a Luis Posada Carriles, con quien jamás he tenido la menor relación política, una persona acusada por el gobierno de los Castro de cometer actos terroristas, activista cubano asociado a la CIA en su juventud, quien durante la Guerra fría luchara en Venezuela y en El Salvador contra las guerrillas comunistas por cuenta de Estados Unidos.
Para colmo de mala fe, pésimo periodismo y ausencia de escrúpulos, me imputaban haberme graduado de oficial en Fort Benning, Atlanta, sitio que no he pisado en mi vida, mientras aseguraban que mi padre era un asesino al servicio de Batista, cuando, en realidad, había sido amigo de Fidel Castro, fue su colega en el Partido Ortodoxo, y lo defendió como periodista que era en la lucha contra la anterior tiranía. Simultáneamente, mi tío, José de Jesús Ginjaume Montaner, había sido jefe y mentor de Fidel en la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), una organización clave en el violento gangsterismo político que azotó a Cuba en la segunda mitad de los años cuarentas, grupo en el que Fidel protagonizó algunos de sus primeros hechos de sangre.
Otro objetivo de la campaña de desinformación en mi contra, al margen de tratar de silenciarme, era crear “un factor de contagio” con el propósito de intentar destruir “por asociación” a otras personas de la oposición democrática y de forjar las bases para acosarlas ante la opinión pública y, eventualmente, acusarlas ante los tribunales, mediante el sencillo expediente de relacionarlas conmigo.
Por ejemplo, de acuerdo con el guión escrito por la policía política, yo era un deleznable “terrorista y agente de la CIA”, así que una de las maneras que tenían de intentar callar a la joven cronista Yoani Sánchez, famosa bloguera cubana, era “contagiarla” conmigo, afirmando que yo, que jamás la he visto personalmente, y con la que ni siquiera he cruzado palabra escrita, la había “adiestrado” en Alemania para sus tareas periodísticas, y me dedicaba a conseguirle los merecidos premios que le han otorgado diversas instituciones internacionales, como si esta valiosa escritora fuera una fabricación mía, que era tanto como decir, de acuerdo con la campaña de desprestigio, “una invención de la CIA”.
La utilización propagandística del cadáver de Ellacuría se montó con la secuencia de un silogismo: en primer término, situaban como premisa la dolorosa verdad de que hacía dos décadas el ejército salvadoreño había asesinado a Ignacio Ellacuría y a las otras víctimas; en segundo lugar, aparentemente, había unos documentos que demostraban que la CIA y el CESID conocían lo que iba a suceder; por último, Montaner “como era de la CIA” sabía que iban a matar a Ellacuría; ergo, Montaner, desde Madrid, a ocho mil kilómetros de distancia de los hechos, había sido cómplice en el asesinato de Ellacuría y del resto de las víctimas. Basta una consulta en Google para leer decenas de artículos al respecto.
La persona a cargo de poner a circular la difamación fue Jean-Guy Allard, un periodista franco-canadiense que llegó a Cuba hace muchos años por penosas razones personales que no viene al caso contar, y cuya función profesional primaria en la Isla es firmar o redactar en Granma cualquier nota que le entregue u ordene el aparato de la Seguridad del Estado, pero cuya tarea policiaca secundaria es todavía mucho más infamante y comprometedora: como no ignoran las autoridades canadienses, Allard hace informes sobre su país de origen o sobre sus compatriotas notables que visitan Cuba, lo que lo convierte, objetiva y peligrosamente, en un traidor a su patria. La nota de Allard inmediatamente se publicó en la edición de Granma en varios idiomas y se reprodujo por las agencias de prensa del régimen y por las decenas de páginas web que Cuba posee, dirige o financia dentro y fuera de Cuba, dando lugar a la habitual madeja periodística que se retroalimenta vertiginosamente.
Otra mentira y la amenaza que nunca existió
Como los elementos con que Allard fabricaría su mentira por encargo del director de Granma, Lázaro Barredo, eran muy poco creíbles (los detalles de la muerte de los jesuitas se conocían perfectamente), era necesario agregar otra mentira que le diera cierta verosimilitud a la fabricación: entonces se inventaron que unos pocos días antes del crimen, en Madrid, en un debate organizado en Televisión Española por la periodista Mercedes Milá (a quien injustamente calificaron de “falangista”), casi al finalizar el programa yo había amenazado de muerte a Ignacio Ellacuría, dado que conocía el secreto de que pronto sería asesinado.
En efecto, el debate había tenido lugar, moderado por Mercedes Milá, que no era una “falangista”, sino una periodista independiente, seria y respetada, muy popular, quien hizo las preguntas que le parecieron convenientes, algunas incómodas para mí, como era su deber, y en él participaron el entonces embajador del sandinismo en España, Orlando Castillo, el jesuita Ellacuría y yo, pero el programa no había sucedido unos días antes del crimen, sino en el verano de 1984, más de cinco años antes de los asesinatos, y no hubo el menor asomo de amenaza, sino una discusión respetuosa, como corresponde a personas educadas que sostienen puntos de vista diferentes. Ni yo era capaz de amenazar a nadie, ni tenía por qué hacerlo, ni el jesuita Ignacio Ellacuría, que era una persona valiente y cívica, se iba a dejar intimidar por nadie.
Cuando en noviembre de 2009 apareció la fabricación de Granma y el posterior barraje propagandístico, opté por no responder hasta dar con la copia del debate para demostrar la falsedad del burdo montaje de la policía política cubana. No fue fácil, porque el programa había tenido lugar hace más de un cuarto de siglo, cuando los VHS estaban en pañales y los sistemas de copiado eran poco frecuentes. Seguramente, el aparato de difamación del castrismo contaba con que nunca aparecería una copia, pero se equivocó: los lectores pueden acceder al programa por medio de YouTube (Parte 1, Parte 2), y así comprobarán por qué los medios de comunicación de Cuba carecen totalmente de credibilidad. No sólo son capaces de mentir sin el menor recato: se atreven, incluso, a utilizar para sus fines la memoria de alguien tan respetable como Ignacio Ellacuría, porque está muerto y no puede defenderse, y a quien le hubiera repugnado que se utilizara la mentira para intentar destruir la reputación de una persona con la que discrepaba en el terreno político. Ellacuría era una persona honorable, no un policía dedicado a la difamación.