Es probable que no se falte a la verdad histórica al afirmar que en El Salvador, el cooperativismo ha estado presente desde finales del siglo antepasado. Hacia los años 20 del siglo anterior, ya se mencionaban las cooperativas de suministros o provisión de materias primas, mediante las que se beneficiaban las personas dedicadas a la industria artesanal de la sastrería, el calzado, los sombreros y los textiles, por lo menos. Posteriormente, a mediados del siglo pasado, surgieron las primeras cooperativas de financiamiento, que facilitaban el crédito a los agricultores dedicados a la siembra y recolección de granos básicos, tabaco, café, caña de azúcar, y hortalizas, entre otros cultivos. Un poco después, se constituyeron otras cooperativas para comercializar determinados productos, o para obtener determinados servicios en condiciones económicas convenientes y, de esa manera beneficiar a sus integrantes para que pudieran competir con otros agentes económicos en el mercado nacional e internacional de bienes y servicios. Este fue el caso de los caficultores asociados a las cooperativas beneficiadoras, comercializadoras y exportadoras del café.
Desde la época en que surgieron las primeras cooperativas impulsadas por los primeros cooperativistas en Europa (Inglaterra y Alemania), se trató de que las personas naturales, individualmente consideradas, dedicadas a la producción de algún bien o servicio para ofrecerlo en el mercado, se unieran voluntariamente para constituir una empresa de propiedad común, por medio de la cual potenciar su capacidad productiva y su productividad. Se trató de que por medio de la cooperación se obtuviera, en condiciones sustancialmente favorables, aquél componente de la actividad económica del que carecían o con el que contaban de manera insuficiente, llámese éste materias primas o insumos productivos, materiales, dinero o capital de trabajo, medios de mercadeo y publicidad, servicios de control interno, servicios de capacitación, transporte, servicios básicos o de apoyo a la producción, etc. La cooperativa es un medio para poder obtener aquello que más cuesta conseguir en forma individual, o lo que no se puede cubrir con medios propios, y de esa manera sostener la actividad económica y productiva de cada quien.
Ciertamente, al remitirse a la definición internacionalmente aceptada sobre lo que significa el término Cooperativa, se puede entender que se trata de una asociación autónoma de personas, unidas voluntariamente, para enfrentar necesidades y aspiraciones económicas, sociales y culturales que les son comunes, a través de una empresa de propiedad conjunta, democráticamente administrada o controlada.
Con base en los razonamientos anteriores, es posible expresar categóricamente que el cooperativismo no es una manifestación de filantropía o beneficencia o algo ajeno al contexto económico predominante, sino que es fundamentalmente una forma alternativa de organización económica a disposición de los individuos, mujeres y hombres, que conforman determinada sociedad, para que ejerzan su libertad, su solidaridad y promuevan la equidad, en un sustrato de responsabilidad al mismo tiempo individual que colectiva.
Por ello, en el ámbito del mercado, las y los cooperativistas tienen que competir valiéndose de sus empresas cooperativas, con los demás inversionistas, pequeños, medianos y grandes que operan de manera individual o asociativa, mediante sociedades colectivas, comanditarias, de responsabilidad limitada, o por medio de sociedades anónimas. Esto significa que todas las cooperativas de base, en su carácter de empresas que funcionan dentro del mercado de bienes y servicios, son sustancialmente diferentes de las asociaciones gremiales, clubes sociales, asociaciones mutuales, organizaciones de servicio a la comunidad, asociaciones de desarrollo local, agrupaciones de género, asociaciones de consumidores, grupos solidarios de esfuerzo propio y ayuda mutua, etc., y también son diferentes desde su esencia, de los colectivos de producción paraestatales que existen en algunos países socialistas u otros pocos. Por tanto, no se les debe confundir con ninguna de esas formas bajo ningún motivo, ya se trate de “estirar” el concepto de solidaridad o proclamar que son asociaciones (¿civiles?) sin fines de lucro, pues se estaría desnaturalizando a las cooperativas de raíz. Las cooperativas tienen su propia naturaleza e identidad.
En El Salvador de hoy, las y los cooperativistas tienen como tarea pendiente la construcción de un sistema cooperativo, moderno, identificado claramente, localizado, e integrado funcional, sectorial, nacional e internacionalmente. Esta sería la mejor manera de garantizar diversos beneficios legítimos a sus asociadas y asociados, a través de las operaciones de la empresa de propiedad común, con apego y respeto a los principios y valores cooperativos, así como a las correspondientes normas jurídicas del Estado salvadoreño y de las propias asociaciones. Como entidades productivas, las empresas cooperativas deberían estar comprometidas con el desarrollo humano, económico, social y cultural del país.
En conclusión, ser cooperativista hoy en El Salvador, significa comprender que voluntariamente se forma parte de una asociación de personas que es propietaria de una empresa, por medio de la cual es posible alcanzar sus objetivos básicamente económicos, y asumir responsablemente el ejercicio de la libertad individual practicando la solidaridad, que debe ser recíproca. Ser cooperativista hoy en El Salvador significa tener conciencia ciudadana, poner en práctica sus derechos y deberes económicos proactivamente, autoayudarse y autoeducarse dentro del cooperativismo empresarial moderno y, de esa manera, contribuir para hacer realidad la democracia económica en el país.